Javier desabrochó su reloj de pulsera y se lo acercó a la oreja para escuchar el pálpito del segundero. Lo depositó con mimo en el suelo y, acto seguido, lo aplastó con fuerza, notando el crujir de los mecanismos bajo el tacón de sus camperas. En su día, había significado un apreciado obsequio de aniversario que le regalara su ex-mujer, pero ahora sólo eran escombros esparcidos, pasto del tratamiento contra la ansiedad que le habían recomendado.
Sorprendentemente, se sintió mejor.
Al acercarse a la cocina para ir a buscar unos utensilios con los que adecentar el estropicio, se percató de un sutil tic-tac que provenía de la pared situada frente a la campana extractora. Allí, colgado de una alcayata, permanecía impasible el reloj, en forma de trébol con cuatro hojas, que su madre le comprara en el todo a cien para decorar la fría sala. Lo descolgó.
Una vez en el comedor, y tras recoger los desperdicios de su anterior víctima, situó el nuevo cronómetro en la misma baldosa que el anterior y volvió a estrujarlo violentamente con su talón.
Esta vez, la carcasa no cedió. Para su madre era fundamental, por tradición familiar, adquirir objetos que duraran para toda la vida, y ese artefacto era una prueba más del buen ojo que atesoraba la mujer en el momento de escogerlos. Pero en Javier, lejos de amilanarlo, supuso un incentivo suficiente como para animarse a inaugurar la caja de herramientas que jamás había tocado. Sacó una maza de aspecto contundente y se lió a porrazos, hasta que dejó de percibir su compás y logró hacer añicos el simulacro de amuleto silvestre.
Maravillado, y sin saber por qué, se sintió aún mejor.
Hechizado por el cóctel de adrenalina y endorfinas que corría por sus venas, esprintó hasta dormitorio y, de un zarpazo, agarró el despertador que le había acompañado en cada uno de sus reposos. Se había hecho con él el mismo día en que le contrataran para su primer trabajo. En su imaginario le reservaba un lugar mítico, infalible, casi mágico, pues jamás había dejado de sonar a la hora demandada. Aún así, no dudó un segundo en intentar proporcionarle el mismo destino que al resto de relojes.
Apartó de un manotazo las hojas, ya mustias, del trébol y se dispuso a ocupar su lugar con el nuevo mártir. Pero la visión de una pequeña grieta ante sus ojos lo detuvo en seco: el arrebato protagonizado con la maza había erosionado, de forma involuntaria, la cerámica del suelo. Y no estaba dispuesto a consentir daños colaterales por cumplir con el procedimiento.
Cinco segundos destinó Javier en encontrar la solución. Aferró con fuerza el despertador y se dirigió al balcón.
En el exterior esperaba un frío atardecer de enero, envuelto en un cielo de nubes tan plomizas que, estrujándose las unas contra las otras, lograban licuar una tenue lluvia que mantenía las calles encharcadas. Javier se asomó al vacío, observó la acera y se cercioró de que no pasara nadie en ese momento. Como la inhóspita tarde ayudaba a que se cumplieran sus deseos, no tardó en dejar caer el despertador y verlo estallar en pedazos sobre el indolente asfalto.
En esta ocasión, pese a no cogerle desprevenido, quedó aún más embriagado. Con una franca sonrisa, volvió al interior de su piso y se sentó en el sofá, disfrutando del inesperado gozo que le estaba reportando la práctica.
<<Cuanta razón llevaba Carlos>>, pensó. Y recordó el estado de ansiedad en el que le había encontrado su amigo cuando quedaron, hacía apenas media hora, para tomar un café.
— No puedo más —le había confesado nada más verle— Me duele el pecho, tengo nauseas y sufro de convulsiones. Desde que se fue Inés que no levanto cabeza. Estoy en casa y me invade una sensación de aplastamiento, como si las paredes fueran a venírseme encima en cualquier momento.
Carlos le había mirado con las pestañas a media asta, con la indiferencia de quien transmite su sabiduría en total calma.
— Mira, chico, es normal —replicó Carlos— pasas demasiados ratos a solas y no haces más que darle vueltas al asunto. Tienes que buscarte una actividad, un paréntesis donde poder evadirte. Yo, si fuera tú, probaría a matar el tiempo.
Javier permanecía en el sofá, rememorando las palabras de Carlos. Si no había más remedio, bajaría al chino de la esquina y compraría unos cuantos relojes para ser destruidos por la fuerza de la gravedad. Estaba dispuesto a acabar con el tiempo que fuera necesario para mitigar su malestar.
Un angustioso escalofrío le recorrió la espina dorsal. Volvía a invadirle la imperiosa necesidad de matar. A la hora en punto, y como si se tratara de un sacrificio presto a apaciguar sus ansias, reclamó su atención el cuco que habitaba en el reloj de pared que perteneciera a su abuela. Si alguna vez había pensado ese pajarillo en emprender el vuelo, estaba de suerte. Había llegado ese día.
Me ha encantado :). Se veía un poco venir el juego de palabras y tal, pero está muy bien escrito y me ha gustado mucho. Las últimas líneas dan un poco de miedo y lástima por el pobre bicho, pero qué se le va a hacer. Creo que todo el que ha sufrido un desamor conoce bien esa ansiedad que describes.
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado tanto, aún sin ser una historia demasiado elaborada. Me lo tomo como un ejercicio de prosa, una forma de buscar recursos para transmitir sensaciones y ocurrencias. Creo que alguno voy encontrando, pero es un camino árduo y muuyyy lento.
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