Siempre he pensado que si la humanidad ha llegado al estatus donde nos encontramos es, en gran medida, gracias a nuestra capacidad innata de comunicarnos. Bueno, no siempre. Más bien desde que leí un artículo de no recuerdo qué científico, que sostenía la tesis, no sé si del todo cierta, de que el Homo Sapiens se impuso al Neandertal por poseer unas cuerdas vocales mejor desarrolladas con las que poder transmitir conocimientos entre sus congéneres. Sin embargo, tras miles de años depurando esta forma tan curiosa de comunicarnos (porque no me negareis que, el hecho de hacer pasar viento por el esófago para emitir ondas sonoras que acaban siendo descifradas por dos caracolas de carne que cuelgan a ambos lados de nuestra cabeza, no deja de ser como mínimo inquietante), aún ocurren sucesos que zarandean sin piedad cualquier ilustre estudio basado en nuestra forma de hacernos entender, llevándonos a pensar en que esos prodigios evolutivos que nos impulsaron, primero a bajar de los árboles para luego salir de las cuevas, fueron fruto del simple azar. Aunque mejor os pongo en situación.
Todo aquel que pase a menudo por aquí será consciente que andamos ocupados, mi mujer y yo, en llevar a cabo una mudanza inminente. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que seáis realmente conscientes de todo lo que ello implica. A la ya manida operación de cargar con todos los bártulos sobre un vehículo y transportarlos al nuevo domicilio, hay que sumar el traslado metafórico de internet y línea fija de telefonía. Y digo metafórico porque no aparece un señor por casa, arranca el cableado y lo instala en el piso nuevo. Sencillamente vienen siendo dos trámites en uno: primero cortar la señal antigua para, seguidamente, dar de alta la nueva, respetando, eso sí, el contrato en vigor. O quizá no sea tan sencillo como parece.
Seguramente penséis que fue por culpa de mi habitual torpeza a la hora de expresarme verbalmente, pero no fue así. Juro que no fue así. Porque el primer paso lo dio mi mujer, y la sublime eficiencia que destila en estos casos es del todo intachable. Pero mejor empiezo por el principio.
Se nos ocurrió, por aquello de ir adelantando faena, ponernos en contacto con nuestro operador de telefonía, un mes antes, con la intención de comunicarles el próximo traslado. Supusimos que avisando con mucha antelación lograríamos evitar los posibles contratiempos y que, aún en el caso de suceder, al disponer de una gran reserva de días por delante, podríamos evitar quedarnos sin línea. Pues ya no estoy tan seguro de que sea así.
En principio, las instrucciones que dio mi mujer eran bien sencillas: mantener nuestra actual línea hasta el nueve de diciembre y dar de alta la nueva conexión, en el nuevo piso, a partir del quince del mismo mes. Así, a primera vista, no parecen ser unas demandas descabelladas, pero la inoperancia del ser humano puede complicar mucho las cosas. Pero mucho, mucho.
Para empezar nos llamó al día siguiente una chica alentándonos para que volviéramos a explicarle, de viva voz, lo mismo que había escrito mi mujer en el e-mail, asegurando que no había ningún problema y que procedía a poner en marcha el proceso. Pero el primer inconveniente apareció a los dos días, cuando nos llegó un SMS indicándonos que nos cortarían la señal en siete días y que disponíamos de otros tantos para devolver el equipo (módem y demás). Mi mujer, alertada por la premura del mensaje, llamó de nuevo a nuestro operador para intentar aclarar el malentendido. No consiguió hablar con la chica que le había atendido dos días atrás, pero aún así logró que otra chica le abriera una incidencia donde se solicitaba un alta de línea temporal, pues al parecer, la baja que acontecería a los siete días resultaba irrevocable. Con esta gestión, y recordándole de nuevo a la joven nuestra intención de realizar el traslado de línea, dimos el tema por zanjado, esperando que cumplan con su palabra y no nos quedemos incomunicados. El primer paso parecía estar resulto. Al menos aparentemente.
A la mañana siguiente, estando yo recién levantado, recibí una llamada en el teléfono fijo de casa que me dejó perplejo. Se trataba de un instalador que pretendía concertar conmigo una hora determinada para colocarme el módem en el piso nuevo. Le dije que no podía ser y rápidamente quiso quedar para el día siguiente. Así que no tuve más remedio que explicarle las enormes dificultades con que nos íbamos a encontrar si tratábamos de entrar en un piso que ni es mío, ni tengo las llaves y que, además, carece de electricidad. Parece ser que al final se convenció, pero aún así quiso que le proporcionara una fecha aproximada para poder llevar a cabo su tarea sin la necesidad de delinquir. A lo que respondí dándole una información idéntica a la de las dos chicas anteriores: a partir del quince de diciembre. El chico me respondió que lo dejaba apuntado y se despidió amablemente.
Pasado un cuarto de hora, y cuando ya me disponía a dar mi primer bocado sobre la habitual tostada matutina, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era una chica, una operadora, la que insistía en poder concertar una hora conmigo para mandarme un instalador al piso nuevo. Ya un poco harto, le comenté que acababa de hablar con el instalador y le repetí todo lo que le había dicho a este, añadiendo además, que el joven me había asegurado dejarlo todo por escrito. La chica, algo ruborizada, me confirmó que el instalador había puesto en el apartado para comentarios "llamar en 15", aunque no tardó en disculparse al resultar ser todo un malentendido, pues ella había interpretado "llamar en quince minutos". Luego me garantizó que tomaba nota de lo sucedido y, sin más, se despidió.
La mañana transcurrió tranquila, sin más sobresaltos. Pude dedicarme a mis cosas hasta que llegó la hora de comer. Entonces, sobre las tres de la tarde, cuando sólo me restaba plantar los cubiertos sobre la mesa, sonó de nuevo la melodía de llamada entrante en mi teléfono. A estas alturas no me esperaba que fueron ellos otra vez, pero me equivocaba. Yo no sé que clase de nota habría dejado escrita la última chica con la que hablé, porque el objetivo continuaba siendo el mismo: concertar una hora para que el instalador pasara por el piso nuevo a colocarme el módem. Volví a recalcar con una dicción sublime, pues es lo que tiene cuando dedicas horas y horas a perfeccionar las mismas frases, todo lo que ya habíamos comentado anteriormente, preguntándome si quedaría alguien en esa empresa de comunicaciones que no conociera aún nuestro caso (si es así, por favor que me llame, porque no tengo ningún inconveniente en repetírselo). Al parecer, en esta ocasión la chica había confundido el día con la hora, por eso mismo me llamaba a partir de las quince horas.
Desde entonces no he vuelto a recibir más noticias sobre mi operador de telefonía y, para ser sincero, casi que los echo de menos. Han dejado un vacío en mi casa, concretamente sobre mi línea telefónica, difícil de sustituir. Aunque sospecho que no tardaré mucho en saber de ellos. Podría ser que corten la señal en pocos días. O que la próxima chica en asomarse a nuestra incidencia interprete que ha de llamarnos a partir del 2015 y tarden más de la cuenta en dar señales de vida. O tal vez, y sólo tal vez, se pongan en contacto conmigo el quince de diciembre y consigamos poner en práctica el anhelado plan que acabe por colocarme el dichoso módem en el piso nuevo. Aunque, vistos los antecedentes, lo dudo mucho.