domingo, 23 de noviembre de 2014

Traslado de línea


Siempre he pensado que si la humanidad ha llegado al estatus donde nos encontramos es, en gran medida, gracias a nuestra capacidad innata de comunicarnos. Bueno, no siempre. Más bien desde que leí un artículo de no recuerdo qué científico, que sostenía la tesis, no sé si del todo cierta, de que el Homo Sapiens se impuso al Neandertal por poseer unas cuerdas vocales mejor desarrolladas con las que poder transmitir conocimientos entre sus congéneres. Sin embargo, tras miles de años depurando esta forma tan curiosa de comunicarnos (porque no me negareis que, el hecho de hacer pasar viento por el esófago para emitir ondas sonoras que acaban siendo descifradas por dos caracolas de carne que cuelgan a ambos lados de nuestra cabeza, no deja de ser como mínimo inquietante), aún ocurren sucesos que zarandean sin piedad cualquier ilustre estudio basado en nuestra forma de hacernos entender, llevándonos a pensar en que esos prodigios evolutivos que nos impulsaron, primero a bajar de los árboles para luego salir de las cuevas, fueron fruto del simple azar. Aunque mejor os pongo en situación.

Todo aquel que pase a menudo por aquí será consciente que andamos ocupados, mi mujer y yo, en llevar a cabo una mudanza inminente. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que seáis realmente conscientes de todo lo que ello implica. A la ya manida operación de cargar con todos los bártulos sobre un vehículo y transportarlos al nuevo domicilio, hay que sumar el traslado metafórico de internet y línea fija de telefonía. Y digo metafórico porque no aparece un señor por casa, arranca el cableado y lo instala en el piso nuevo. Sencillamente vienen siendo dos trámites en uno: primero cortar la señal antigua para, seguidamente, dar de alta la nueva, respetando, eso sí, el contrato en vigor. O quizá no sea tan sencillo como parece.

Seguramente penséis que fue por culpa de mi habitual torpeza a la hora de expresarme verbalmente, pero no fue así. Juro que no fue así. Porque el primer paso lo dio mi mujer, y la sublime eficiencia que destila en estos casos es del todo intachable. Pero mejor empiezo por el principio.

Se nos ocurrió, por aquello de ir adelantando faena, ponernos en contacto con nuestro operador de telefonía, un mes antes, con la intención de comunicarles el próximo traslado. Supusimos que avisando con mucha antelación lograríamos evitar los posibles contratiempos y que, aún en el caso de suceder, al disponer de una gran reserva de días por delante, podríamos evitar quedarnos sin línea. Pues ya no estoy tan seguro de que sea así.

En principio, las instrucciones que dio mi mujer eran bien sencillas: mantener nuestra actual línea hasta el nueve de diciembre y dar de alta la nueva conexión, en el nuevo piso, a partir del quince del mismo mes. Así, a primera vista, no parecen ser unas demandas descabelladas, pero la inoperancia del ser humano puede complicar mucho las cosas. Pero mucho, mucho.

Para empezar nos llamó al día siguiente una chica alentándonos para que volviéramos a explicarle, de viva voz, lo mismo que había escrito mi mujer en el e-mail, asegurando que no había ningún problema y que procedía a poner en marcha el proceso. Pero el primer inconveniente apareció a los dos días, cuando nos llegó un SMS indicándonos que nos cortarían la señal en siete días y que disponíamos de otros tantos para devolver el equipo (módem y demás). Mi mujer, alertada por la premura del mensaje, llamó de nuevo a nuestro operador para intentar aclarar el malentendido. No consiguió hablar con la chica que le había atendido dos días atrás, pero aún así logró que otra chica le abriera una incidencia donde se solicitaba un alta de línea temporal, pues al parecer, la baja que acontecería a los siete días resultaba irrevocable. Con esta gestión, y recordándole de nuevo a la joven nuestra intención de realizar el traslado de línea, dimos el tema por zanjado, esperando que cumplan con su palabra y no nos quedemos incomunicados. El primer paso parecía estar resulto. Al menos aparentemente.

A la mañana siguiente, estando yo recién levantado, recibí una llamada en el teléfono fijo de casa que me dejó perplejo. Se trataba de un instalador que pretendía concertar conmigo una hora determinada para colocarme el módem en el piso nuevo. Le dije que no podía ser y rápidamente quiso quedar para el día siguiente. Así que no tuve más remedio que explicarle las enormes dificultades con que nos íbamos a encontrar si tratábamos de entrar en un piso que ni es mío, ni tengo las llaves y que, además, carece de electricidad. Parece ser que al final se convenció, pero aún así quiso que le proporcionara una fecha aproximada para poder llevar a cabo su tarea sin la necesidad de delinquir. A lo que respondí dándole una información idéntica a la de las dos chicas anteriores: a partir del quince de diciembre. El chico me respondió que lo dejaba apuntado y se despidió amablemente.

Pasado un cuarto de hora, y cuando ya me disponía a dar mi primer bocado sobre la habitual tostada matutina, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era una chica, una operadora, la que insistía en poder concertar una hora conmigo para mandarme un instalador al piso nuevo. Ya un poco harto, le comenté que acababa de hablar con el instalador y le repetí todo lo que le había dicho a este, añadiendo además, que el joven me había asegurado dejarlo todo por escrito. La chica, algo ruborizada, me confirmó que el instalador había puesto en el apartado para comentarios "llamar en 15", aunque no tardó en disculparse al resultar ser todo un malentendido, pues ella había interpretado "llamar en quince minutos". Luego me garantizó que tomaba nota de lo sucedido y, sin más, se despidió.

La mañana transcurrió tranquila, sin más sobresaltos. Pude dedicarme a mis cosas hasta que llegó la hora de comer. Entonces, sobre las tres de la tarde, cuando sólo me restaba plantar los cubiertos sobre la mesa, sonó de nuevo la melodía de llamada entrante en mi teléfono. A estas alturas no me esperaba que fueron ellos otra vez, pero me equivocaba. Yo no sé que clase de nota habría dejado escrita la última chica con la que hablé, porque el objetivo continuaba siendo el mismo: concertar una hora para que el instalador pasara por el piso nuevo a colocarme el módem. Volví a recalcar con una dicción sublime, pues es lo que tiene cuando dedicas horas y horas a perfeccionar las mismas frases, todo lo que ya habíamos comentado anteriormente, preguntándome si quedaría alguien en esa empresa de comunicaciones que no conociera aún nuestro caso (si es así, por favor que me llame, porque no tengo ningún inconveniente en repetírselo). Al parecer, en esta ocasión la chica había confundido el día con la hora, por eso mismo me llamaba a partir de las quince horas.

Desde entonces no he vuelto a recibir más noticias sobre mi operador de telefonía y, para ser sincero, casi que los echo de menos. Han dejado un vacío en mi casa, concretamente sobre mi línea telefónica, difícil de sustituir. Aunque sospecho que no tardaré mucho en saber de ellos. Podría ser que corten la señal en pocos días. O que la próxima chica en asomarse a nuestra incidencia interprete que ha de llamarnos a partir del 2015 y tarden más de la cuenta en dar señales de vida. O tal vez, y sólo tal vez, se pongan en contacto conmigo el quince de diciembre y consigamos poner en práctica el anhelado plan que acabe por colocarme el dichoso módem en el piso nuevo. Aunque, vistos los antecedentes, lo dudo mucho.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Consuelo de tontos


Hace unos días, charlando con un  compañero de trabajo, me pidió el número de teléfono para mandarme una foto por WhatsApp. Cuando le comenté que no disponía de smartphone me miró como si fuera un bicho raro, pero aún así insistió y me preguntó por mi perfil de Facebook para solicitarme amistad y así poder pasarme la dichosa foto. Nada más decirle que tampoco utilizaba esa red social noté que se molestaba un poco. Él me estaba ofreciendo su amistad (eso sí, virtual) y yo por contra le estaba dando la impresión de rechazarla con una burda mentira, pues al parecer no le entraba en la cabeza que existiese alguien tan ajeno a esa amalgama de comunidades virtuales.

Para intentar resarcirme de la ofensa infligida, hice lo que nunca hago con persona que no son de mi confianza: confesarle que tengo un blog y darle la dirección. Este gesto no ayudaba en forma alguna a su intención de pasarme la foto, que por otra parte tampoco quería para nada, pero al menos sirvió para demostrarle que no despreciaba su camaradería.

La verdad es que no esperaba que entrara en el blog. Siempre lo veo tan ocupado satisfaciendo la incesante atención que le reclama su teléfono con silbidos u otros timbres, que no me lo imaginaba encontrando un rato para perderse por aquí. Pero parece ser que así fue, porque ayer mismo, justo antes de entrar a trabajar, volvió a sacar el tema y me comentó que había leído tres o cuatro entradas.

Aprovechando que tenía a un lector delante de mis narices, me aventuré a preguntarle que qué le parecía este espacio. Me miró de soslayo, con aires de condescendencia, y me soltó que no estaba mal, pero que no había encontrado nada realmente relevante. Que los temas tratados eran insustanciales. Y que, en definitiva, no escribía más que tonterías.

Al principio quedé un tanto abatido, cabizbajo ante la sensación de que tanto esfuerzo a penas servía para nada. Pero, de pronto, vino a mi rescate un sencillo gesto cotidiano que me insufló algo de vida. Fui testigo de cómo mi compañero volvía a fijar la mirada en su incansable móvil y daba réplica a un mensaje, tecleando una caca con ojos seguida de un bufido. En ese preciso instante pude percibir un trocito de amor propio que regresaba a mi encuentro. Ya se sabe que "mal de muchos, consuelo de tontos". Aunque ahora mismo no podría precisar quién de los dos se consoló más.


Nota: Este suceso jamás ha ocurrido, toda coincidencia con la realidad es fruto del azar. Aún así, se han suprimido los nombres de los protagonistas y las localizaciones donde acontecieron los hechos. Para más información, consulte con su farmacéutico. Sobre todo si les interesa la clase de drogas que toma el autor de este escrito.

martes, 4 de noviembre de 2014

Mi juego mental favorito

Creo que en alguna ocasión me he parado a explicar en qué consiste mi juego mental favorito. Pero si no es así, lo aclaro en un par de lineas.

Sencillamente es recoger una idea o una frase y distorsionarla de todas las formas que se me ocurran para intentar rehacerla en algo ingenioso. Naturalmente que no siempre resultan ser grandes hallazgos (uno da para lo que da), pero ese ejercicio de retorcer algo, darle más de una vuelta de tuerca o verlo desde otro punto de vista, lo encuentro muy estimulante. Otras personas, en cambio, no valorarán para nada este concepto y sencillamente llamarán a este juego "pensar en tonterías". Y no seré yo quien les lleve la contraria, pues no andarán mal encaminados.

Pero para que veáis un ejemplo de que esa tontería, al menos en mí, es infinita, he rescatado el título de mi anterior entrada para darle dos enfoques diferentes: uno en forma de relato corto y otro como microrrelato, que hacía tiempo que no me lanzaba a componer uno. Al menos nadie podrá acusarme de no reciclar.



El estrés de una mudanza (relato)

Ismael sólo disponía de un pequeño furgón que un amigo le había prestado. Más que suficiente, pensó, para completar la mudanza en los quince días que tenía de plazo antes de abandonar su actual piso.

Ese mismo mediodía emprendió su primer viaje cargando con sus objetos más preciados: fotos familiares, lienzos pincelados en interminables horas de trabajo sobre el caballete y cuatro sillas y una mesa que su padre había tallado para él justo antes de fallecer. Durante la tarde se dedicó a colocar y esparcir sus pertenencias por todas las estancias, impregnando así de su singular estilo al futuro hogar. Al anochecer volvió a su antiguo nido y no pudo regresar con una nueva remesa en cinco días.

Esta vez transportó los enseres necesarios para hacer habitable el lugar; lavadora, nevera y armarios que lograron entrar, no sin un gran esfuerzo, en el estrecho vehículo. Pero al abrir la puerta del apartamento quedó atónito. Nada de lo que había traído en su anterior viaje se hallaba en el lugar. La vivienda había sido desvalijada por manos expertas, pues ni la policía, tras unas concienzudas pesquisas, pudo dar con una huella que diera una explicación lógica a tan insólito suceso. Ni tan siquiera con las suyas. "Parece obra de espíritus", bromeó un agente chismoso.

Ismael, haciendo uso de las enseñanzas paternas, compró una nueva cerradura para la puerta y la sustituyó por la antigua, aún sin estar esta forzada, imaginando que los causantes de la tropelía podían haber sido los anteriores inquilinos al no haberse desprendido del juego de llaves. Tras el ejercicio de bricolaje descargó el furgón, se aseguró de cerrar bien puertas y ventanas, y volvió a su actual piso, donde le aguardaba su cama, para olvidar con un sueño reparador ese bochornoso día.

No supo explicar si fue por culpa de la desaparición acontecida el día anterior en el nuevo piso o por el desafortunado comentario del policía, pero esa noche durmió fatal. Fue atormentado por un sin fin de pesadillas en las que espíritus y fantasmas le despojaban de sus ropas y atravesaban su cuerpo en busca de su alma. Despertó sintiéndose preso bajo una sábana empapada en sudor, con la sensación de que algo malo había sucedido. Se vistió, empaquetó sus últimas pertenencias, agarró a Milú, su gato, y se plantó en menos de media hora bajo el umbral de su nueva morada.

Intentó abrir la puerta, pero el bombín instalado a penas unas horas antes ya no estaba allí. Por suerte, aún mantenía en el llavero el anterior juego de llaves y, tras unos instantes de confusión, se percató de que alguien había vuelto a colocar la anterior cerradura. Al poder hacer girar la llave y entrar en el domicilio descubrió, con gran asombro, que el lugar estaba tan vacío como el primer día.

Ya nada quedaba de sus pertenencias, ni en aquel ni en su anterior piso, a excepción del colchón que trajo consigo en el último viaje y la compañía de Milú. Dejó a los dos en el piso, y se encaminó a comisaría para dar parte del nuevo robo.

Diez minutos más tarde apareció junto con una patrulla policial, abrieron la puerta y esta vez quedó petrificado. Ya no estaba ni su colchón ni su gato, y el piso volvía a estar tan vacío como cada vez que lo visitaba. Pero lo más sorprendente, y que hasta ese momento no se había percatado, fue que volvía a cubrir la estancia la misma capa de polvo que él había limpiado el primer día. Era como si nadie hubiese dejado allí ningún objeto en mucho tiempo.

Los agentes, viendo en el informe que jamás habían existido indicios de haberse producido tal mudanza, se excusaron cordialmente y le advirtieron que, si volvía a molestar, la próxima visita sería la que consiguiera llevarle calabozo. Luego, sin más, se marcharon, dejando a Ismael con una enorme sensación de impotencia y una inconsolable tristeza.

Lo había perdido todo: sus trabajos, sus cuadros, su intimidad; los trofeos y recuerdos de treinta años; y a Milú. Sin ellos no era nada. Su vida se había vaciado, en dos semanas, sin que lo pudiera evitar.

Aún aturdido, cerró las persianas, apagó la luz y se estiró en el mismo lugar donde depositara, a penas una hora antes, su desaparecido colchón. Bajo el silencio de las tinieblas pretendía, necesitaba, sentir la reconfortante presencia de sus enseres. Abrazarlos era lo único que anhelaba su alma. Allí donde ellos estuvieran, sería su hogar.

Por eso no opuso ninguna resistencia cuando aquellos extraños seres  incorpóreos le hicieron levitar y se lo llevaron en volandas. Sólo cerró los ojos y esperó, deseando reencontrar su existencia, su extraviada esencia.

Y el piso volvió a quedar tan vacío como el primer día.



El estrés de una mudanza (micro)

Despertó con la casa derrumbada sobre su cabeza, probablemente por culpa de un enorme meteorito que fue a estrellarse contra ella. Malherido y desorientado, logró despojarse de los cascotes que le oprimían para arrastrarse por el jardín, en busca de un lugar que le resguardara del sol abrasador que tan cruelmente le deshidrataba. Alcanzó lo que a lo lejos parecía una charca, pero que, estando ahora  tan cerca, había resultado ser un lodazal ensombrecido por un arbusto. Aturdido y sin fuerzas, se desplomó entre el barro y perdió el conocimiento. Al anochecer fue despertado por el agradable frescor de la bruma y divisó, entre la maleza, un nuevo hogar donde rehacer su vida. Un estrecho apartamento, de un marcado carácter Mediterráneo, con aroma a salitre y mar. Tras aquella estresante mudanza, anunció a sus amigos que dejaba de llamarse caracol para pasar a ser caracola.