martes, 26 de agosto de 2014

Tragicómico


Ayer cometí un inmenso error: intentar escribir una entrada para el blog, en el salón de casa y con el televisor encendido. Era tal la distracción que me resultó imposible. Pero eso no fue lo peor. Vete tú a saber por qué, en la pantalla estaba sintonizada la cadena TeleCinco, emitiendo un programa tan infame que cada vez que intentaba comprenderlo se me suicidaban dos neuronas. Estoy seguro de que ocurrió así porque me iba idiotizando poco a poco y sin remedio. Más tarde, para corroborar mi teoría, encontré en un rincón de mi cerebro unas notas de despedida, escritas por ellas mismas, en las que no cesaban de aparecer la frase "por tu culpa". Y tenían toda la razón.

Pero mi consciencia, seguramente por estar situada en el cráneo, es muy cabezona y continuaba ávida por dar una explicación a ese programa sin sentido.

Por el plató comenzó a desfilar gente que se iba sentando en sillas distribuidas al tuntún, como en un patio de vecinos bajo la refrescante sombra de una morera, dispuestos a departir bajo el atardecer de un día de  verano. Y así discutieron y se esforzaron, todos a la vez y gritando lo máximo posible, para dirimir quien era el que se pavoneaba más y mejor de todos ellos.

Entre el público, alejada unos metros de toda esa algarabía para no contagiarse de tanta memez, permanecía sentada la presentadora/moderadora, dando paso y espoleando a los unos y a los otros para que se escupieran a la cara réplicas supuestamente ingeniosas.

De pronto, como recién salido de una máquina del tiempo, apareció en escena un nuevo concursante (¿?) todo vestido de negro, ataviado con una barba aún más negra y postiza, un cigarrillo en la mano y un vaso de tubo en la otra. Exacto. Se trataba de la viva reencarnación de Eugenio, ese peculiar y difunto humorista que deambulaba por los escenarios de todo el país hace ya casi un par de décadas. 

Esa irrupción podría parecer descabellada, pero creedme si os digo que nadie se sorprendió lo más mínimo cuando escucharon la famosa frase "saben aquel que diu" saliendo por la boca del imitador, demostrando así las disparatadas cotas de surrealismo que podía alcanzar el programa. Por supuesto, poca gente en el plató lo reconoció. No sé si porque eran demasiado jóvenes para haberlo visto alguna vez, o porque sus conocimientos de cultura general no tienen registrados a otros personajes que no formen parte de la farándula en la que andan metidos. El caso es que a mí me sirvió para desconectar un rato de tanto griterío y recordar lo que había significado ese humorista.

La verdad es que, chistes ingeniosos a parte, nunca me hicieron demasiada gracia sus actuaciones. Nada más aparecer en escena, donde muchos espectadores soltaban su primera carcajada, yo sólo veía a un hombre tímido y angustiado ante una muchedumbre hambrienta de diversión. Personalmente, observar cómo sufría para arrancar a hablar y tartamudeaba nada más conseguirlo, no me proporcionaba ninguna satisfacción. Y ver que era incapaz de rebajar esa ansiedad, incluso contando con el atrezo de tabaco, alcohol y unas gafas de sol, tampoco ayudaba a hacerme sentir más feliz. Lo cierto es que nunca he encontrado placer en el sufrimiento ajeno.

Pero es evidente que el hombre triunfaba. Participaba en todos los programas de variedades y hubo una época en que no existía un automóvil que no fuera equipado con un cassette de Eugenio.

Puede que toda esa escenografía formase parte de un personaje ideado por él y que realmente no padeciera tanta angustia. Algo así como la evolución chistosa del clásico payaso circense que siempre andaba por la pista preocupado por el siguiente martillazo en sus zapatones o la próxima tarta que iba a aterrizar sobre su cara. Así es. Ya podían apalear a ese payaso, o pasarle una manada de elefantes por encima, que siempre acababa arrancando una carcajada a esos crueles niños. La tragicomedia de la vida.

Unos gritos insistentes me devolvieron a la realidad, a aquel plató donde aquellos jóvenes no paraban de lanzarse improperios y... ¡Plop!, ¡plop!

¡Hala!, dos neuronas menos.

Ya sé que he dicho que no disfruto con el sufrimiento ajeno, pero si en ese instante se hubiera derrumbado el plató, haciendo callar a esas personas para siempre, tampoco me hubiera entristecido demasiado.

martes, 12 de agosto de 2014

Encadenados a la máquina del tiempo


Es curiosos cómo, de vez en cuando, tenemos sentimientos encontrados con los tiempos que nos han tocado vivir. En general, estoy bastante contento con haber nacido en la segunda mitad del siglo veinte. Esto me ha llevado a ser testigo de la revolución tecnológica y digital que supone el estar rodeado de maquinitas electrónicas. Son fascinantes las cosas que con ellas se pueden lograr y, a poco que estén decentemente diseñadas, poseen unas lucecitas y unos sonidos con una innegable atracción hipnótica. Pero si de algo he de estar eternamente agradecido es, sin duda, al empeño que ponen de señalar la hora en todo momento.

Da igual que sea un teléfono, un ordenador, un frigorífico o un horno microondas. Tampoco importará si nos encontramos fuera de casa, porque bastará con levantar la vista hacia el escaparate de una tienda, el salpicadero del coche o cualquier cartel publicitario interactivo, para saber la hora. Nuestro mundo está abarrotado de relojes que se nos presentan en infinidad de tamaños y formatos.

¿Cómo es posible que este hecho sea, para mí, una bendición?, se preguntarán los que hayan llegado a este párrafo. Pues muy sencillo, porque detesto acarrear con un reloj de pulsera. De hecho odio cualquier tipo de aderezos, ya sean pulseras, collares o incluso anillos, que hagan presión sobre mi piel. Si llevo puesto uno de esos complementos me siento incómodo hasta el punto de agobiarme, como un animal encadenado. Para que os hagáis una idea, es tal mi aversión que jamás me veréis portando ni la alianza de matrimonio.

La verdad es que no estoy seguro de haber encontrado una explicación lógica a esta manía. Los más budistas pensaran que en otra vida fui un esclavo, un preso o un condenado a galeras (ahora que lo pienso, todo viene siendo lo mismo); o quizá una dama de alta alcurnia que estaba obligada, día y noche, a llevar un ajustadísimo corsé (también, vete tú a saber lo que piensa un místico de esos), aunque yo prefiero basar mis argumentos en sucesos de esta vida.

No quisiera pecar de psicoanalista, pero me parece que todo empezó el día en que nací. Según cuenta mi madre, fue un parto largo y doloroso. Llegó al hospital con contracciones, la reconocieron unas enfermeras y, como según ellas aún no estaba para dar a luz, la dejaron tumbada en una cama unas nueve o diez horas. Hasta que apareció por su habitación, seguramente alertada por los insistentes alaridos de mi madre, una comadrona con dos dedos de frente y se la llevó a la sala de partos.

Así nací yo, tras una larga lucha interior que dio como resultado al bebé más hinchado y amoratado que habían visto por esos lares. Y para corroborarlo sólo tengo que transcribir las primeras declaraciones de mi padre al verme: "¡Joder!, que niño más feo".

Luego me fui desinflando poco a poco y... Bueno, no sé si mi aspecto mejoró mucho, pero al menos quedé como una persona normal. Sí, con un trauma y una sensación de ahogo cuando algo me oprime las carnes, de por vida, pero al fin y al cabo normal.

En definitiva, que por una parte estoy muy agradecido a quien colocó esa multitud de relojes repartidos por el mundo para que yo no tuviera que sufrir la sensación de una correa estrujando mi muñeca. Pero sólo por una parte: la física. Porque, por la parte psicológica, no creo que hagan ningún bien a la humanidad.

No voy a ser yo quien reniegue del afán humano por controlar el espacio y el tiempo. Para ser animales, hemos logrado grandes avances a la hora de medirlos y calcularlos, y esto nos ha llevado a prosperar como nunca antes había sucedido. Supongo que todos sabréis que hablo del calendario, las fases lunares o de que el día está compuesto por veinticuatro horas. Logros aparentemente sencillos, pero de un valor innegable.

Pero una cosa es entender y dominar nuestro entorno, y otra muy distinta es obsesionarse con el tiempo de tal modo que acabemos dominados por él. Me refiero a esa clase de personas que, nada más levantarse, se empeñan en organizar su jornada para no desaprovechar ni un sólo minuto de su tiempo. Personas que viven bajo el yugo del tic-tac y que se sienten perdidas si no saben qué hora es, porque desayunan a una hora, mean a otra y tienen un tiempo exacto para hacer cada una de esas acciones. En definitiva, personas que no pueden improvisar, que por muy a gusto que se encuentren en un sofá, no tendrán más remedio que levantarse porque ya acabó su tiempo de descanso preestablecido.

Personalmente, no soy feliz siguiendo el ritmo que señalan las horas. Para eso tenemos nuestro propio reloj biológico, para comer cuando tenemos hambre, dormir cuando nos sentimos agotados y cagar cuando viene el apretón. El compás que marca mi cuerpo es el que realmente deseo escuchar, por mucho que se empeñen en ponerme relojes delante de las narices.

Así que sí, creo que esto es un sentimiento encontrado: por una parte me alegro de no tener la necesidad de llevar un reloj y por otra me cabrea tener a la vista centenares de cronómetros, siempre atentos a marcarme los tiempos.

Pero, espera. Creo que me está sobreviniendo el peso de otra sensación muy parecida. Porque por un lado pienso que he abierto mi alma y he mostrado un trocito de mi yo interior, pero por el otro estoy seguro de haber escrito un tocho denso y obtuso y que, además, difícilmente podrá interesar a alguien. Lo dicho, sentimientos encontrados.

martes, 5 de agosto de 2014

El palillo pe(r)dido



Por todos es bien sabido de las intenciones intrascendentes que mantiene este blog. Desde luego que toda la culpa es mía, pues soy una de esas raras personas que disfruta dándole vueltas a las cosas que no tienen la menor importancia. Pero, como si no tuviera ya bastante con sumergirme entre mis desvaríos, ahora va mi tía y me lanza una petición para que hable de los suyos. Aquí, en este sagrado espacio personal e intransferible. Y, francamente, demasiada tontería corre ya por mi cabeza como para tener ganas de asomarme a la de los demás. Así que no, me niego, no me entregaré a su paranoia.

Y eso que intentó convencerme el otro día, mientras celebrábamos una comida familiar en un restaurante, cuando me explicó la extraña teoría que sostiene. Pero insisto, no me dejaré llevar por sus delirios y tan sólo dedicaré unas palabras para que sepáis de lo que hablo. Según ella, existe una laguna mental, en torno a los palillos, en todos y cada uno de los camareros que sirven mesas. Incluso se prestó a una demostración, en directo, para dar veracidad a sus palabras. Justo en el momento en que la camarera nos acercaba el postre, mi tía le dio a entender, amablemente, la necesidad imperiosa que sentía por sostener un palillo entre sus dedos. Y la respuesta por parte de la camarera, algo escueta pero igualmente cordial, fue "ahora mismo".

Aproximadamente siete minutos después, volvió a aparecer la misma camarera, papel y boli en mano, para tomar nota de los cafés que cerrarían la sobremesa. Por supuesto, sin dar la más mínima señal de traer consigo el demandado palillo.

No es que yo prestara demasiada atención a la escena, pues soy persona de férreas convicciones y cuando algo no me interesa, es que no me interesa. Pero recibir un codazo en los riñones por parte de mi tía fue suficiente acicate para darme cuenta del olvido de la camarera.

No contenta con la demostración, y aprovechando que la muchacha aún sostenía sus enseres de escribiente, mi tía volvió a insistir, con la vana esperanza de que esta vez apuntara en la comanda su ansiado palillo.

 - Mira, mira -dijo mientras me lanzaba otros dos codazos que esta vez acertaron en el páncreas- Seguro que, tal y como se da la vuelta, lo vuelve a olvidar.

Y así fue.

Para cuando regresó la camarera con la retahíla de cafés, yo ya me cubría el costado derecho del tronco con el antebrazo, tratando de bloquear, aunque sin conseguirlo, la punta del codo de mi tía que fue a acomodarse en mi hígado.

 - ¡Ves! -añadió con el porrazo- ¡Otra vez, lo ha vuelto a olvidar! Deberías escribir algo sobre este fenómeno paranormal que ocurre en todos los restaurantes.

Este era el momento preciso para que, suponiendo que realmente estuviera dispuesto a escribir algo, me detuviera un instante a divagar. Pero, sinceramente, esta vez estaba más a favor de la camarera que de mi tía, y tan sólo ansiaba unirme cuanto antes al gremio de hostelería para poder olvidar también al dichoso palillo.

No es que yo quiera dar una explicación lógica a lo sucedido, pues ya he dejado bien claro que aquí se escribe lo que a mí me da la gana y no me rebajaré a ser el muñeco ventrílocuo de nadie. Pero, ¿acaso no sabe mi tía que el palillo habita en los restaurantes únicamente por tradición? Es como el agua bendita que encontramos en todas las iglesias. Es posible que, siglos atrás, sirviera para refrescar la garganta de los fatigados caminantes que llegaban por los, por aquel entonces, polvorientos caminos. Pero estoy seguro que, hoy en día, a nadie se le ocurrirá entrará en ese sagrado templo y amorrarse a la pila para beber, por mucho que la mejor agua bendita acabe siendo la que sacia nuestra sed. No sería muy recatado por nuestra parte. Pues ocurre exactamente lo mismo con el palillo. Sí, ahí están, ambientando miles de restaurantes con su sola presencia, pero no habrá un camarero que nos ofrezca uno. A no ser que le apetezca que en su local se practique una asquerosa extracción de restos putrefactos ante todos los comensales.

Es muy posible que no veáis la relación del agua bendita con el palillo, no todo el mundo goza de una mente tan perjudicada como la mía. Pero esperad, esperad unos cuantos lustros y os daréis cuenta en qué degenera la tradición del palillo. Llegará el día en que, igual que ningún cristiano abandona la iglesia sin olvidar la superstición de santiguarse la frente con agua bendita, no habrá comensal que no reciba unos palillazos en el rostro como colofón a un gran banquete y para desearle, por parte de los camareros, una buena digestión. Incluso habrá madres que practiquen ese mismo ritual con sus hijos, para evitar el corte de digestión, una vez les hayan dado de comer en la playa.

En fin, que no. No pienso que se trate de algo inexplicable, sino de intentar conservar algo de dignidad en su negocio. Vamos, igual que los curas. Aunque estos últimos tengan unos niveles tan altos de recato que preferirían dejar morir de sed a una persona antes de permitir que sus sacrílegos labios profanen un roñoso fregadero, de vete tu a saber cuantos años, y al que yo no me acercaría a menos de cinco metros por temor de pillar el tifus.

Pero bueno, chorradas como estas serían las que saldrían de mi cabeza si no tuviera esta personalidad tan determinante que impide que me convierta en el títere de mi tía. Porque eso no va a suceder. Jamás.