Ayer cometí un inmenso error: intentar escribir una entrada para el blog, en el salón de casa y con el televisor encendido. Era tal la distracción que me resultó imposible. Pero eso no fue lo peor. Vete tú a saber por qué, en la pantalla estaba sintonizada la cadena TeleCinco, emitiendo un programa tan infame que cada vez que intentaba comprenderlo se me suicidaban dos neuronas. Estoy seguro de que ocurrió así porque me iba idiotizando poco a poco y sin remedio. Más tarde, para corroborar mi teoría, encontré en un rincón de mi cerebro unas notas de despedida, escritas por ellas mismas, en las que no cesaban de aparecer la frase "por tu culpa". Y tenían toda la razón.
Pero mi consciencia, seguramente por estar situada en el cráneo, es muy cabezona y continuaba ávida por dar una explicación a ese programa sin sentido.
Por el plató comenzó a desfilar gente que se iba sentando en sillas distribuidas al tuntún, como en un patio de vecinos bajo la refrescante sombra de una morera, dispuestos a departir bajo el atardecer de un día de verano. Y así discutieron y se esforzaron, todos a la vez y gritando lo máximo posible, para dirimir quien era el que se pavoneaba más y mejor de todos ellos.
Entre el público, alejada unos metros de toda esa algarabía para no contagiarse de tanta memez, permanecía sentada la presentadora/moderadora, dando paso y espoleando a los unos y a los otros para que se escupieran a la cara réplicas supuestamente ingeniosas.
De pronto, como recién salido de una máquina del tiempo, apareció en escena un nuevo concursante (¿?) todo vestido de negro, ataviado con una barba aún más negra y postiza, un cigarrillo en la mano y un vaso de tubo en la otra. Exacto. Se trataba de la viva reencarnación de Eugenio, ese peculiar y difunto humorista que deambulaba por los escenarios de todo el país hace ya casi un par de décadas.
Esa irrupción podría parecer descabellada, pero creedme si os digo que nadie se sorprendió lo más mínimo cuando escucharon la famosa frase "saben aquel que diu" saliendo por la boca del imitador, demostrando así las disparatadas cotas de surrealismo que podía alcanzar el programa. Por supuesto, poca gente en el plató lo reconoció. No sé si porque eran demasiado jóvenes para haberlo visto alguna vez, o porque sus conocimientos de cultura general no tienen registrados a otros personajes que no formen parte de la farándula en la que andan metidos. El caso es que a mí me sirvió para desconectar un rato de tanto griterío y recordar lo que había significado ese humorista.
La verdad es que, chistes ingeniosos a parte, nunca me hicieron demasiada gracia sus actuaciones. Nada más aparecer en escena, donde muchos espectadores soltaban su primera carcajada, yo sólo veía a un hombre tímido y angustiado ante una muchedumbre hambrienta de diversión. Personalmente, observar cómo sufría para arrancar a hablar y tartamudeaba nada más conseguirlo, no me proporcionaba ninguna satisfacción. Y ver que era incapaz de rebajar esa ansiedad, incluso contando con el atrezo de tabaco, alcohol y unas gafas de sol, tampoco ayudaba a hacerme sentir más feliz. Lo cierto es que nunca he encontrado placer en el sufrimiento ajeno.
Pero es evidente que el hombre triunfaba. Participaba en todos los programas de variedades y hubo una época en que no existía un automóvil que no fuera equipado con un cassette de Eugenio.
Puede que toda esa escenografía formase parte de un personaje ideado por él y que realmente no padeciera tanta angustia. Algo así como la evolución chistosa del clásico payaso circense que siempre andaba por la pista preocupado por el siguiente martillazo en sus zapatones o la próxima tarta que iba a aterrizar sobre su cara. Así es. Ya podían apalear a ese payaso, o pasarle una manada de elefantes por encima, que siempre acababa arrancando una carcajada a esos crueles niños. La tragicomedia de la vida.
Unos gritos insistentes me devolvieron a la realidad, a aquel plató donde aquellos jóvenes no paraban de lanzarse improperios y... ¡Plop!, ¡plop!
¡Hala!, dos neuronas menos.
Ya sé que he dicho que no disfruto con el sufrimiento ajeno, pero si en ese instante se hubiera derrumbado el plató, haciendo callar a esas personas para siempre, tampoco me hubiera entristecido demasiado.