martes, 22 de noviembre de 2016
Traducción simultánea
Que en la programación televisiva podemos encontrar una enorme diversidad de canales es algo que todo el mundo sabe. Están los de entretenimiento puro y duro (la gran mayoría de ellos mezquinos) pertenecientes a Mediaset, los supuestamente progresistas (véase La Sexta), los conservadores (Antena3, Nueve, Intereconomía y alguno más), también los autonómicos (centrados cada uno en su región), etc...
Y también existen los canales temáticos, con muy poca carga de adoctrinamiento, donde apenas se aprecian inclinaciones políticas. Algo así como los canales blancos, diría yo. Se centran en su materia y tratan de no herir sensibilidades ni hacer juicios morales, procurando llegar siempre de forma diáfana a los interesados en sus contenidos exclusivos. Aquí podríamos situar a los musicales, los de cocina, los infantiles, los deportivos, etc...
La gran mayoría de estos últimos canales tienen la particularidad de emitirse en varios países, por eso no es de extrañar encontrarnos con documentales doblados o locutores narrando en los diferentes idiomas de cada territorio. Lo importante es que el espectador entienda cuanto sucede en pantalla. Pero, ¿qué pasa cuando, en un territorio como es Cataluña, los espectadores son bilingües? Pues que, en principio, se ha de optar por un idioma. En este caso, y con muy buen criterio, el catalán, que para algo es el idioma oficial de la región.
Partiendo de esta decisión tan lógica, es del todo consecuente que su programación sea en catalán y se doblen, o se subtitulen, todos los documentales y entrevistas en ese idioma. Pero lo que es una práctica habitual y espontánea, jamás debería utilizarse de forma tan estricta como para llevarla hasta límites absurdos, y me explico.
El otro día, zapeando con el mando, fui a parar al canal Barça, justo unos minutos antes de celebrarse la presentación oficial de Rakuten, el nuevo patrocinador para el año que viene. Como nunca había presenciado un acto semejante, me picó la curiosidad y aguanté hasta que dio comienzo.
Primero tomó la palabra el presidente del F.C. Barcelona, Josep Mª Bartomeu, hablando en catalán, para seguidamente hacerlo en inglés y en castellano. Se trataba de una emisión internacional, así que era de lo más sensato expresarse en cuantas más lenguas mejor. Y cuando utilizó el inglés vi muy razonable sobreponer la voz en catalán del traductor simultáneo para que pudiéramos entender lo que decía. Lo que ya no me pareció tan normal fue que emplearan el mismo proceder cuando Bartomeu habló en castellano.
¿Acaso no presumimos los catalanes de bilingüismo?, pues no nos tratemos nosotros mismos de catetos y dejemos escuchar un idioma que dominamos igual de bien que el catalán. Porque una traducción simultánea sólo tiene sentido si ayuda a clarificar el mensaje, y para nada era ese el caso. Es más, entorpecía la fluidez del acto. Pero el disparate fue aún más allá cuando tomó la palabra el Sr. Mikitani, fundador, presidente y consejero delegado de Rakuten.
Dado que Mikitani es japonés, habló, como es lógico, en su idioma natal. El supuesto problema surgió cuando, imagino yo que por falta de soltura con el idioma del club, la traductora simultánea tradujo la perorata del japonés al castellano. Entonces, no sabemos si alentado por unos jefes empecinados en que todo el acto se escuchara en catalán o por voluntad propia, pudimos oír al traductor catalán traducir lo que la traductora había traducido previamente del japonés al castellano, con el consecuente lío de voces y la no menos desconcertante escena. Hubo un momento en el que hablaban tres personas a la vez: Mikitani en japonés, la traductora traduciendo al castellano y el traductor que traducía al catalán lo que había traducido anteriormente la traductora. Y yo no me enteraba de nada con tantas voces pisándose las unas a las otras. O mejor dicho, únicamente comprendí que aquello era un despropósito.
¿Tan difícil era, ya que no hallaron una traductora japonesa que dominara el catalán, dar por buena la traducción castellana? Porque estoy completamente seguro de que, ni aún buscando a conciencia, aparecería en Cataluña un solo espectador que no entendiera el castellano. ¿Era necesario forzar tanto la situación? Me parece a mí que no.
Algunos justificarán ese proceder esgrimiendo el vengativo argumento de que era en defensa del idioma catalán, que también ha sufrido muchas veces este trato para acabar anulado por la cabezonería de traducirlo todo al castellano. ¿En cuántas ocasiones hemos tenido que aguantar los catalanes la innecesaria traducción al castellano de "bon día", "bona tarda" o "bona nit", cuando hasta el más cazurro de los españoles lo entiende?
Que esos desmanes han existido, y que aún hoy en día se observan sus últimos coletazos, es del todo cierto, pero pertenecen a otra época y no creo que se deba volver a esas prácticas represivas, no creo que para defender a un idioma se deba aplastar a otro. La convivencia de los dos idiomas en la tele debería darse de una forma tan natural como la encontramos en nuestras calles. A mí nadie me traduce al catalán (ni mucho menos me reprende) si voy a la panadería y pido una barra de cuarto en castellano, igual que tampoco me traducen al castellano cuando hablo en catalán.
No me gustó para nada el proceder de ese traductor. Y sólo espero que fuese debido a un pequeño desliz, a un malentendido en sus funciones y que nada tenga que ver con absurdas revanchas. Porque ya lo dijo Gandhi en una de sus muchas frases célebres: "La filosofía del ojo por ojo solo puede terminar dejando a todo el mundo ciego".
viernes, 4 de noviembre de 2016
Cuenta atrás
El otro día fui al cine con mi mujer y vimos Dr. Strange. Es otro calco de esas películas infantiles, basadas en un cómic, a las que, desgraciadamente, tan acostumbrados nos tiene la Marvel. Así que de ningún modo me molestaré en recomendarla; pero he de reconocer que, esta al menos, me resultó bastante más entretenida que todas las anteriores con superhéroe adosado. ¿Por qué?, os preguntaréis; ¿es acaso mejor que Thor, Capitán América o cualquier otra de la factoría? Pues no. Más bien es normalita tirando a floja, sobre todo gracias a un guión que nos lleva por un camino mil veces visto y que alguien (seguramente un productor en busca de que le otorgaran la calificación "para todos los públicos") ha salpicado con un humor soso e infantil. Lo único que la salva de su mediocridad son los caleidoscópicos paisajes (dicen que vale la pena verlos en 3D) y el impresionante plantel de actores (Benedict Cumberbatch, Chiwetel Ejiofor, Rachel McAdams, Mads Mikkelsen, Tilda Swinton...). ¡Ah, sí!, y que los personajes son capaces de dominar el espacio y el tiempo, ahí es nada.
Es aquí donde, al menos para mí, radica lo interesante. Desde el Dr. Who que no había encontrado a un tipo con unos poderes similares. Y no solo es algo que traiga de cabeza a nuestro héroe, sino que también el villano de turno está preocupado por el transcurrir del tiempo. De hecho, su mayor obsesión es situar a nuestro planeta en un universo paralelo donde no existe el factor tiempo, así viviremos todos eternamente.
Esta teoría, en sí, ya es un poco disparatada, porque en un universo donde no existe el tiempo tampoco debería existir el concepto "vida eterna". Hablar de "eterno" (o infinito), quieras que no, solo tiene sentido si hablamos de tiempo, aunque sea de su totalidad. Pero bueno, no me voy a liar con reflexiones filosóficas. En la película, la eternidad queda más bien traducida en el hecho de trasladarnos a una dimensión sin tiempo para hacernos inmortales. Aunque, insisto, poca cosa tenga que ver con la una con la otra. En fin, cada cual que saque sus propias conclusiones.
Lo que ha captado mi interés es que centran gran parte del argumento en una preocupación tan humana y ancestral como es tratar de controlar el tiempo. Con un gancho así de goloso, casi se perdona ese guión plagado de agujeros tan imponentes como el que dejó la bomba atómica en Hiroshima. Porque aprovechar el tiempo es, sin lugar a dudas, la mayor obsesión de la humanidad.
Quizá por eso, desde hace unos años, está el mundo lleno de relojes. Mires a donde mires, te topas con uno. Al parecer, es imprescindible saber en todo momento el rato que nos queda para comenzar con cualquier otra absurda tarea pendiente. Así de previsores somos.
Pero el ser humano, en aras de su desenfrenada evolución, siempre ha querido ir un paso más allá. De eso me di cuenta al salir del cine. Ya no nos conformamos con saber la hora y disponer de ella a nuestro libre antojo, no. Ahora, para saciar nuestra obsesión por el control, necesitamos que nos programen los desplazamientos con una cuenta atrás.
Esto ocurrió cuando íbamos a montarnos en el coche y, automáticamente, saltó un aviso en el móvil de mi mujer. Yo soy un defensor a ultranza de la intimidad personal, pero al ver lo embelesada que se quedaba mirándolo, me atreví a preguntar quién le mandaba aquel mensaje.
— Nadie —me contestó con indiferencia— Es el propio móvil, que ha detectado la proximidad del coche y me dice el tiempo que tardaremos en llegar a casa. ¿Ves?, —dijo, enseñándome la pantalla— tan sólo siete minutos. Siempre hace igual.
Yo me quedé perplejo.
— ¿Y cómo sabe que nos dirigimos a casa? —pregunté extrañado.
— No lo sabe, no hace falta decírselo. Cada vez que montamos en el coche me da esa información, junto con la ruta más rápida.
<<Qué curioso>>, pensé mientras mi mujer arrancaba el coche. <<Ni que fuéramos miedosas fichas de parchís calculando, desde cualquier casilla del tablero/mapa, los movimientos precisos para llegar a casa sanos y salvo>>. Y entonces entendí lo útil que puede resultar, en caso de sufrir cualquier indicio de ansiedad, el saber exactamente cuánto vas a tardar en volver a casa.
Asombrado como estaba por la libertad que se tomaba el teléfono y lo calculados que tenemos los tiempos, llegamos al primer semáforo y miré, casi sin querer, la señal luminosa de los peatones. Estaba en rojo, pero lo que me dejó ensimismado fue una cuenta atrás que indicaba los segundos restantes para que cambiara a verde. Hasta entonces, nunca la había visto. Vale que ese comportamiento se puede encontrar en multitud de semáforos, sobre todo en avenidas anchas, donde es muy conveniente prevenir a las personas del próximo cambio para evitar un posible atropello, pero... ¿estando el semáforo en rojo? Eso era algo nuevo.
¿De qué sirve saber cuándo va a cambiar a verde si, mientras esperamos, no corremos ningún peligro? Esa cuestión me tuvo un rato pensativo. Entonces llegué a la conclusión de que sólo es eficaz en el caso de querer aplacar el estrés que puede causar la simple espera de unos segundos. O el cabreo, para según qué persona inquieta, ocasionado por la infame pérdida de tiempo. Quizá de ese modo se frenen las ansias indomables de quienes se lanzan a la aventura de cruzar en rojo por una calle tan transitada. Con lo obedientes que nos hemos vuelto con la tecnología, prestando toda nuestra atención cuando oímos un timbre o se dispara una alarma, ese sencillo cronómetro podía ser muy persuasivo, y asimismo hacer de la molesta espera un momento algo menos angustioso.
Cansado como estaba ya de darle vueltas al asunto, agarré mi maza imaginaria de subastador y di por bueno adjudicar a mi favor el lote de estos razonamientos para seguir disfrutando del recorrido. Hasta que, unas calles más tarde, vi una parada de autobús.
Era una sencilla marquesina con un banco y un único pasajero a la espera. Pero lo que me volvió a llamar la atención fue otra cuenta atrás, esta vez incrustada en el lateral acristalado, que avisaba al señor de la aparición inminente del siguiente autobús. <<¿Otra vez?>>, pensé. <<¿Tan obsesionados estamos con el tiempo que necesitamos calcularlo todo?>>. Y sí, eso parece.
Entonces miré a ese solitario viajero y sentí lástima por él. No porque estuviera tan pendiente del cronómetro que fuese incapaz de pensar en otra cosa (de hecho, ni tan siquiera lo miraba), sino porque, precisamente, no paraba de matar el tiempo hurgándose la nariz. Y según señalaba la cuenta atrás, faltaban pocos segundos para ver aparecer el siguiente autobús. Si continuaba con ese ejercicio de espeleología, decenas de pasajeros lo iban a pillar con las manos en la masa; verde y viscosa, eso por supuesto. Pero también pude dibujar una sonrisa en mis labios.
Mira tú por dónde, al fin le había encontrado una verdadera utilidad a la cuenta atrás: señalaba el momento exacto para dejar de hacer el guarro.
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