lunes, 11 de abril de 2016

En busca del placer



Ya llevo unos cuantos meses volcado casi exclusivamente en la búsqueda del placer. Es decir, dedico la mayor parte de mi ocio en intentar disfrutar. Me parece una de las cosas más sensatas que se pueden hacer en esta vida. Y para lograr esa meta no dudo en hacer valer todos mis sentidos.

Los humanos somos, por así decirlo, un compendio orgánico repleto de sensores. Cada parte de nuestro cuerpo, cada órgano, por minúsculo que parezca, está provisto de detectores que nos ayudan a interpretar todo lo que nos rodea. De este modo nos llega información a través del olfato, la vista, el oído, el paladar y el tacto. Luego la mandamos a nuestro cerebro y este se encargará de descodificarla y etiquetarla. Que el contacto de un pie con nuestra espinilla se convierta en patada o en caricia, sólo dependerá del grado de intensidad que le adjudiquemos. Así de sencillo.

Si queréis podemos poner más ejemplos. Una voz puede ser un grito o un susurro, dependiendo del volumen. La claridad podría ser sutil o cegadora, según su luminosidad. Un perfume puede embargarnos hasta hacernos salivar, o avasallarnos con su olor hasta lograr que tosamos. Los casos pueden ser infinitos.

De todas formas, como cada uno de nosotros alberga un cerebro distinto dentro de su cabeza, es muy complicado coincidir con otro individuo en el momento de valorar un estímulo. O sea, que mi paladar clasifique un alimento como salado no significa que para el de otra persona no sea sabroso. Lo que a mí me parece equilibrado en sal, para otro podría ser soso. Reconozco que mis papilas gustativas tienen un nivel muy bajo de tolerancia hacia la sal; o quizá la otra persona lo tenga muy alto, vete tú a saber. Aquí viene la manida frase de "contra gustos no hay nada escrito".

Pero, ¿qué diferencia hay entre ese individuo tan saleroso y yo? Pues, básicamente, el grado de sensibilidad.

Ya se lo oía yo decir a mi madre cuando lo anunciaba a todo aquel que la quisiera escuchar: "este niño es muy sensible". Cosa que no pregonaba de mi hermana, por cierto. Pero, claro, sólo tenía que vernos a los dos en la playa, de críos, para darse cuenta de que, mientras el uno lloraba porque se le impregnaba sobre la piel aquella dichosa arena, la otra la agarraba a puñados y se la metía en la boca como si fueran caramelos. Claramente, dos sensibilidades bien distintas.

 Con esto no me refiero a que estuviera triste a todas horas y me fuera arrastrando por los pasillos como un alma en pena. Esa clase de sensibilidad se la dejaremos a la literatura más hiper-romántica y a sus atormentados personajes. Yo era, por no decir que lo continúo siendo, un niño muy feliz, pero los estímulos externos me afectaban de forma considerable.

Tampoco pienso que sea algo tan excepcional. Seguro que existen en el mundo millones de personas con el mismo grado de sensibilidad; o incluso con otros mucho más acentuados. No me tengo por un genio ni por una persona con super-poderes, pero en ocasiones sorprendo a propios y a extraños detectando alguna cosa que el resto no puede o, quizá, no pone el suficiente interés para lograrlo. Puede que la sensibilidad simplemente sea eso: poner la máxima atención en los instrumentos con los que ha sido dotado nuestro cuerpo para rastrear el entorno. Porque todos tenemos orejas ojos, nariz, manos, y boca, pero parece que no todo el mundo los utiliza de igual forma. Como cuando en el comedor de la guardería, de eso hará ya mil años, se intoxicaron todos los niños menos yo.

Lo recuerdo como si fuera ayer; quizá porque mi madre me lo ha contado tantas veces que yo sólo he tenido que incorporar esos recuerdos a las lagunas mi memoria para evocarlo, aunque el resultado sea el mismo.

Iba a escribir algo sobre el primer plato, pero ahora soy incapaz de recordar qué alimento era. Esto me pasa por alardear de memoria. Lo único que sé con certeza es que nos lo comimos con ansia, y luego, en cuanto nos sirvieron el segundo y vi la carne rebozada, puse cara de asco. Sin embargo, todos a mi alrededor se la comieron como si no hubiera un mañana. Incluso el niño que estaba a mi lado, viendo mi poca apetencia y dejándose llevar por su insaciable estómago, no tardó ni cinco minutos en ofrecerse a vaciar mi plato. Yo le entregué la carne con indiferencia, pues si una cosa tenía clara era que ni la iba a probar.

Cuando por la tarde vinieron nuestras madres a recogernos, todos los niños estaban con vómitos o diarrea. Todos menos yo, claro, que salí al encuentro de la mía más fresco que una rosa bajo el rocío.

Ahora que lo pienso, no sé cómo llegaron a la conclusión de que el causante de aquellos síntomas fuera la carne rebozada. Y tampoco tengo la menor idea del revuelo que causó una intoxicación de esa magnitud en aquella guardería. Con este último olvido he acabado por demostrarme a mí mismo que no poseo tanta retentiva como pensaba. Pues vaya.

De todas formas, lo que sí recuerdo perfectamente es a mí madre, preguntándome, anonadada, por qué no había comido la carne igual que los demás. Mi respuesta fue tan obvia como breve: porque olía mal.

Pero me parece que con tanto ejemplo y anécdotas me estoy desviando del tema. Porque yo quería hablar del placer. Pero no del placer intelectual, sino del placer puramente físico. Del placer que provoca en nuestra cara el sol primaveral, del placer que sentimos al admirar los tonos de colores sonrosados en una puesta de sol, del placer que provoca sobre las papilas gustativas, y también en las olfativas, degustar una buena elaboración culinaria. Pero, sobre todo, del placer por escuchar sonidos como nunca antes los había percibido.

Las personas que me tratan día a día piensan que he cambiado, que me he vuelto una especie de sibarita de la música clásica, y no es cierto. Todo empezó un día cuando, viendo la tele, escuché decir a una jubilada que le hubiese gustado descubrir la música mucho antes. Esa confesión me impactó, pues me pareció raro que no hubiera escuchado música cuando hay tantos medios para poder reproducir en cualquier lugar lo que a uno le venga en gana. Pero luego me di cuenta de que la mujer se refería a escuchar música en directo, concretamente en el Auditori de Barcelona. Ahí tuve que darle la razón, porque siempre he pensado que una pieza musical goza de muchos más matices cuando se escucha sin la encorsetada producción de un estudio. Pero tampoco se refería a eso. Lo que aquella mujer había descubierto era, simplemente, el SONIDO (así, en mayúsculas) de la música. Y esto mismo me ocurrió a mí hará aproximadamente un año, cuando, más que nada por curiosidad, se me ocurrió comprar dos entradas para escuchar un concierto de la Banda Municipal de Barcelona en el Auditori.

Por algún lugar he leído que la sala Pau Casals del Auditori es, en sí, un grandioso instrumento. Y no puedo estar más de acuerdo con esa afirmación. Es un magnífico instrumento ideado como una caja de resonancia perfecta para que, en su interior, otros muchos instrumentos puedan brillar como jamás lo harán en ningún otro sitio. Al menos en ningún otro sitio que yo conozca, claro. Porque, a falta de visitar el gran teatro del Liceo, he estado en el Palau de la Música, y puedo asegurar que no alcanza el grado de excelencia que ofrece la sala Pau Casals. No digo que suene mal; de hecho, la reverberación está muy conseguida para sus ornamentadas paredes. Pero puede que ese sea su gran handicap: el haber sido construido hace demasiados siglos, sin los materiales ni las técnicas adecuadas, hace que su mayor encanto sea ese estilo versallesco que desprende su arquitectura, pero no su sonido. Para mis oídos, los coros parecían densos y los vientos distorsionaban. Nada que ver con la limpieza sonora que se respira en el Auditori. Allí se escucha absolutamente todo. Hasta tal punto, que uno es capaz de oír el delicado crepitar de las partituras cuando los músicos, aún en medio de una sinfonía, se atreven a pasar sus páginas. Alucinante.

¿Quién no querría visitar tantas veces como le fuera posible un lugar así de mágico? Un lugar donde te masajean la trompa de Eustaquio (aunque suene un poco obsceno) mientras  te lanzan vibraciones en forma de notas musicales para provocar cosquillas sobre tus tímpanos. Yo, si pudiera, me quedaría a vivir allí. De igual forma que lo haría en un centro de Spa, o en un cine, o en un buen restaurante. Me encanta sentirme bien tratado.

¿Que no te gusta la música clásica? Sí, eso puede suponer un problema. Porque, hasta la fecha, es el único estilo musical que puede escucharse en el Auditori. Bueno, también programan bandas sonoras y, de vez en cuando, aparece algún/a cantante para interpretar arias operísticas, pero siempre bajo el sonido de la OBC, la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Pero, si quieres que te diga la verdad, que toquen música clásica es lo de menos. Ya he comentado que esta actividad no trata de placer intelectual, sino de placer corporal.

Por otra parte, jamás he sido un defensor acérrimo de un estilo musical concreto. No me hace falta escarbar demasiado para encontrar canciones de cualquier estilo que me gusten, y la música clásica no es una excepción. Tener cientos de compositores disponibles, con miles de conciertos para solistas, suites, sonatas, oberturas, sinfonías, y más de trescientos años a sus espaldas, da un fondo de armario suficiente para encontrar un traje a nuestra medida. Esta temporada, por ejemplo, he disfrutado con la 9ª y 5ª Sinfonía de Beethoven, el Concierto de Aranjuez, la Obertura de Las Bodas de Fígaro y la 40ª Sinfonía de Mozart. Y aún tengo pendiente la Suite nº3 para orquesta de Johann Sebastian Bach, la Obertura de Las Hébridas y el Concierto para violín de Mendelssohn, y la 6ª Sinfonía de Chaikovsky. Ya veis que son piezas de lo más famosas y accesibles, nada parecido a complicadas o incomprensibles composiciones. También he gozado con otras muchas menos conocidas y exigentes, aunque sólo fuese sensorialmente. Porque, por muy poco que me guste una pieza, no deja de sonar de forma extraordinaria en el Auditori.

En fin, no insisto más. Sólo os animo a hacer un día una visita. Despojaos de miedos y prejuicios, y probad la experiencia. Se pueden conseguir entradas por diez euros, así que no sirve la excusa de que tienen un precio prohibitivo o de que es música para oídos sibaritas. Cuesta lo mismo que una entrada de cine.

Y si no tenéis la gran suerte de vivir cerca de el Auditori, seguro que existe un recinto similar con una orquesta competente a pocos kilómetros de vuestra casa. Incluso puede que toquen mejor que la OBC y el recinto tenga mejor sonoridad que la sala Pau Casals. Comprobadlo y me contáis.

2 comentarios:

  1. estoy convencido de que cuanta más sensibilidad se tiene, más oportunidades encuentras para disfrutar. También es cierto que es más probable encontrar más cosas por las que pasarlo mal. el placer y el sufrimiento, una vez más unidos de alguna extraña forma. Y lo dejo que voy a empezar a decir tonterías.

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    1. Seguramente tengas razón. Por eso hay que estar también atento ante cualquier estímulo que nos haga sufrir. Cuando se trata de disfrutar damos total libertad a nuestros sentidos, pero en cuanto nos enfrentamos a algo perjudicial hay que atajarlos lo antes posible para evitar males mayores. Igual que corro de cabeza hacia el Auditori, salgo disparado en sentido contrario cuando escucho algo de Reggaeton.

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