La muerte confunde a las personas. Quizá sea así porque casi nunca pensamos en ella ni la esperamos. Es justamente ese momento de ver brillar la hoja de su guadaña y sentir su soplo cercano, el que siempre nos pilla por sorpresa.
Veréis, tenemos un grupo de WhatsUp en el trabajo, donde todo el mundo se anima a reenviar un sinfín de tonterías. Al parecer, a nadie le apetece escribir ningún mensaje que supere ese impersonal gesto de copiar y pegar. Pero el otro día, sin previo aviso, una persona del grupo tecleó esta frase: "No sé si lo sabéis, pero se ha muerto el padre de Joaquín".
A mí me dejó helado, pues es leer o escuchar la palabra muerto en cualquier sitio y ya me entran escalofríos por todo el cuerpo. Además, hay un Joaquín en el grupo, que curiosamente es mi encargado, y casualmente yo estaba con él de visita en casa de sus padres. De modo que no tuve más remedio que poner en cuarentena la veracidad de esa noticia. Todo el mundo sabe de la velocidad a la que se propagan los chismes por las redes sociales, pero recibirlo antes de que el hombre la diñara me pareció de una rapidez excesiva. Aún así, sin tenerlas todas consigo y viendo que su padre se entretenía más de la cuenta en salir del baño, mi encargado fue el primero en interesarse por el tema, escribiendo en su móvil: "¿qué Joaquín?" A lo que el primer escribidor contestó: "Joaquín Sala, el dueño de la empresa"
La respuesta certificando no ser él, junto al sonido de una cisterna vaciándose en el baño, fueron elementos suficientes para que todos respiráramos tranquilos. Sin embargo, y por muy absurdo que parezca, pasamos un mal rato.
Que la muerte confunde a las personas sería una idea descabellada si no hubiera sucedido nada más a parte de esa mera anécdota. Pero sucedió. Porque todos los empleados fuimos al velatorio del padre de Joaquín, el dueño de la empresa. Allí nos encontramos con una marabunta de personas despidiendo al difunto. Se ve que el hombre había tenido una relación larga y fructífera con la humanidad en general, porque nunca vi un lugar tan abarrotado. Además la gente, al parecer muy dada ella a alegrarse el día admirando un cadáver, no paraba de visitar el ataúd.
En una de esas idas y venidas, se nos acercó una señora que rondaría los setenta años. A mí me da mucho reparo hablar en estos lugares tan truculentos con personas que no conozco de nada, y más cuando se trata de una entrañable abuela con el rímel corrido de tanto llorar. Por eso mismo me esforcé en poner en marcha mi cerebro para buscar una frase de lo más recurrente con la que salir del paso. Me preparé un "no somos nadie", o un "siempre se van los mejores", dependiendo de si era una amistad o un familiar. En definitiva dichos muy comunes, ya que las pintas de la anciana no invitaban a correr riesgos innecesarios tratando de ser creativo.
La mujer, aparcando por un momento los sollozos para sorberse los mocos, se me quedó mirando durante cinco segundos, estática, hasta que me hizo una de las preguntas más inesperadas que me han hecho jamás.
— Perdone —comenzó a decir con una educación exquisita— ¿me pude decir quién es el difunto?
Me dejó patidifuso. ¡Me estaba hablando con la cara bañada en lágrimas y no sabía por quién lloraba! Pero... ¿qué hacía allí aquella señora? ¿Acaso sufría demencia senil y no recordaba nada del muerto? ¿O quizá se levantó aquel día con ganas de llorar y se fue en busca de un lugar propicio donde hacerlo? Miré a mi alrededor y detecté, a pocos metros, hasta siete personas en su mismo estado. ¿Podría ser una empleada formando parte del atrezzo? Igual que se contratan flores, curas, catering y hasta músicos, cabía la posibilidad de que la funeraria ofreciera personal afectado para regar con lágrimas el sepelio.
Estaba de lo más desconcertado: sin saber qué contestar, a diez metros de un muerto y aguantando a una abuela extraña. Pero lo peor de todo es que aquella adorable anciana aún esperaba una respuesta a su pregunta. Así que, para que cesara de reclamármela con la mirada, contesté lo primero que me vino a la cabeza.
— Se trata del padre de Joaquín —dije para que me dejara en paz.
Pero aquella mujer no se conformó con una información tan ambigua. Quería saber más, su mirada inquisidora así me lo transmitía. Y yo, mientras tanto, me estaba poniendo de los nervios.
— ¿Y quién es Joaquín? —insistió.
Para cuando la abuela formuló aquella pregunta, mi mente ya no daba para más. Igual que sucede con las piernas de un futbolista cuando hacen un sobresfuerzo, mi cerebro sufrió un repentino calambre. Esa es la única explicación que encuentro a la respuesta que, sin ser del todo un embuste, recibió de mí.
— Este —dije señalando a mi encargado—, este de aquí es Joaquín.
La mujer se giró, pues mi encargado estaba charlando en esos momentos con otra persona y ni se había percatado de la presencia de la anciana, estrechó su mano y, con voz compungida, le dijo:
— Siento mucho el fallecimiento de su padre.
Luego, sin tan siquiera darle tiempo a una réplica, dio media vuelta y se perdió entre la multitud.
He de confesar que no me apetecía para nada seguir conversando con aquella chalada, así que me quedé más tranquilo en cuanto la vi alejarse. Algo que, por cierto, no sucedió con Joaquín, mi encargado. Pero no me extrañó lo más mínimo, pues era la segunda vez en dos días que alguien le informaba sobre la muerte de su progenitor.
El pobre hombre, visiblemente perturbado, sacó el móvil de inmediato, buscó algo de intimidad apartándose unos pasos de las conversaciones y llamó a su padre. Juro que no le vi pestañear hasta que le descolgaron el teléfono y pudo hablar con él.
Sí, la muerte confunde a las personas. O quizá no sea la muerte. Quizá sean las mismas personas las que se empeñan en confundirse unas a otras.