A veces me da por perderme en internet. Entro en una web conocida y, desde allí, pincho un enlace que me llevará a otra web, en la que hallaré otra puerta a una nueva página, y así sucesivamente. También suelo utilizar Google, donde, con poner una sola palabra, se nos ofrecen miles de resultados. Y no digamos ya si escribimos una frase. Se trata de un vuelo sin motor y sin propósito aparente, únicamente guiado por los vientos de mi curiosidad.
Esta improvisación me ha servido más de una vez para encontrar verdaderos tesoros. Un artículo, un estudio, un relato; hay millones de ideas interesantes esperando ahí fuera. Pero el otro día, no me preguntéis por qué caminos virtuales o atajos digitales porque soy incapaz de recordarlos, fui a parar a una entrevista. Era una página sencilla, posiblemente la de un diario local de vete a saber qué pueblo, donde el entrevistado en cuestión era un escritor. Tampoco me viene a la memoria el nombre de esta persona, pero pude leer que ya llevaba publicados tres o cuatro libros y que impartía clases de creatividad en talleres literarios.
El periodista quiso ahondar sobre esta última faceta y le preguntó a cerca de las claves para poder escribir y no morir en el intento. No morir de forma figurada, claro, porque no creo que exista en el mundo una actividad con menos riesgo físico que la de sentarse en una silla y teclear letras. Yo creo que el tipo más bien se refería a empezar a escribir y no desesperar, no dejar que se marchiten tus ganas de continuar haciéndolo. Pues el escritor soltó una respuesta, al menos para mí, reveladora.
Explicó lo que les suele contar a sus alumnos, que curiosamente eran las palabras que dijo en otra entrevista otro escritor de renombre: Ray Bradbury. En aquella ocasión, el entrevistador le preguntó por el método que empleaba para escribir aquellos libros tan maravillosos. Y Ray Bradbury contestó que, efectivamente, tenía adquirida una rutina diaria. Primero se sentaba en su escritorio, convenientemente apartado de distracciones y molestias, repasaba sus investigaciones o apuntes y, justo antes de empezar a teclear, leía uno de los post-it enganchado a su mesa en el que rezaba la frase "NO PIENSES". <<¿No pienses?>>, preguntó el entrevistador. "Sí, NO PIENSES. No pensar es la única forma de conectar con el subconsciente, y de ahí surgen las mejores ideas."
Debo confesar que algo muy parecido, pero en sentido contrario, me pasa últimamente cuando me pongo a escribir: que pienso demasiado. Trazo una frase y, al momento, ya me la estoy mirando con recelo. Elimino o cambio el adjetivo, sustituyo el verbo por otro más preciso, en teoría. Luego no me gusta cómo suena y la construyo de forma diferente. Al rato echo la vista atrás y me parece pedante, o insulsa, o dispersa. Entonces vuelvo a reescribir la frase, intentando que resulte más liviana, o más coherente, o con mejor sonoridad. Y luego... luego nada, porque ya han pasado tres horas, me tengo que ir a trabajar y apenas he escrito un párrafo. Es una pelea absurda contra mí mismo que no tiene ningún sentido. Y lo peor de todo es que no me dejo avanzar.
Tras encontrarme con esta entrevista, he vuelto atrás en el blog para releer alguna de sus antiguas entradas y, rememorando algunos escritos, me he dado cuenta que los que más me gustan fueron los que escribí de un tirón. En apenas un par de horas. Sin poner ninguna clase de freno. Pues bien, sirva esta entrada como post-it, como recordatorio perenne, para que jamás vuelva a pensar. No al menos mientras escriba, claro.