miércoles, 28 de octubre de 2015

La Baldosa Negra

Bueno, pues ya está el primero de los tres cuentos acabado. Lo cierto es que no me convence el resultado. Ni su título ni esa torpeza narrativa con la que lo acabo desarrollando. Quizá he querido abarcar demasiado sin poseer los recursos suficientes para dotarlo de mayor empaque. Eso sí, al menos ha quedado bastante comprensible (o eso espero) y con eso ya casi que me basta. Como siempre, estoy abierto a sugerencias, críticas o insultos, siempre que sean desde el cariño, claro. Y si se os ocurre un título mejor, cosa bastante fácil, no dudéis en proponerlo. Que sea leve.


La Baldosa Negra


        Las leyendas son fuente inagotable de sabiduría. Gracias a que perduran en el tiempo conocemos la existencia de múltiples civilizaciones. Nos muestran su forma de actuar; sus motivaciones, sus necesidades y también sus anhelos. Pero sólo aquellas que han sido traducidas a millones de dialectos, aquellas que han logrado saltar de boca en boca y de galaxia en galaxia, extendiéndose por el cosmos como polvo de estrellas, son las que alcanzan este remoto enclave para formar parte de nuestra antología astrocultural. Y aquí, en Luthor, quinto planeta de un sistema situado a los lindes de la constelación Sforza, nos encanta seleccionar las mejores.

        Esta que os voy a contar es una de ellas. Sucedió en el brazo exterior de una lejana galaxia en forma de espiral denominada Vía Láctea. Concretamente en el único sistema que alberga un planeta dotado de vida llamado Tierra. Un nombre curioso si tenemos en cuenta que dos terceras partes de su corteza está, a primera vista, cubierta de agua. Pero ese es el nombre que le dieron sus moradores y no hay razón alguna para que cuestionemos sus decisiones. No, al menos, en un universo tan libertino como el nuestro. 

        Pero, aún tratándose de un planeta menor y en su mayoría sumergido, existe el suficiente terreno fértil para que una raza de primates prosperara y se hiciera con su control de manera sorprendentemente rápida. Apenas hicieron falta doscientas mil vueltas a su sol para que se les presentara la excepcional circunstancia de poder conocer otros pueblos, otras especies y otros mundos. En definitiva, para dejar de estar solos en este espacio infinito y tener la oportunidad de formar parte de La Confederación Intergaláctica. Y esta ocasión, este desafío, fue brindado a un solo hombre, escogido a partes iguales entre glokis y terrestres, para representar a toda la humanidad. Su nombre era Michel Slide.

        Pero, ¿quién era y qué tenía de especial Michel Slide para recibir tan preciado don?

        Seguramente, para la gran mayoría de sus congéneres sería el típico estudiante norteamericano de veintidós años que pasaría desapercibido bajo cualquier circunstancia. De estatura baja, constitución enclenque y con algún que otro grano de pus desperdigado por su barbilla, mantenía su apocado carácter bajo unos movimientos torpes y una extremada timidez que le impedía incluso cantar bajo la ducha. Sólo preguntando a sus más allegados seríamos capaces de advertir lo que se escondía más allá de su timorata coraza, comprendiendo así las razones por las que fue elegido de entre un amplio catálogo de futuros astrofísicos. Bajo aquellas gafas de pasta se podía vislumbrar la inteligencia, la suspicacia y el afán de conocimientos que le habían llevado a ser el mejor y más abnegado fichaje que la fundación SETI hubiera reclutado en meses. 

        Esta dedicación era conocida por sus orgullosos padres (los cuales no dudaban en presumir de hijo ante los vecinos), su paciente novia (la cual cada día se sentía más desatendida), los tres superiores que coordinaban su jornada laboral y quince glokis que, a doce mil millones de años luz de distancia, venían siendo, desde años inmemorables, los encargados de establecer lazos con todo tipo de civilizaciones. 

        El veinte de marzo de dos mil veintidós, y haciendo gala de su exquisita puntualidad, Michel apareció por el aparcamiento del Observatorio United Country's a las 12: 36 pm, estacionó el vehículo que su padre le prestaba para acudir al trabajo en la plaza 322 (la que le asignaron al comenzar las sesiones de vigía) y, tras atravesar la puerta giratoria y el arco de seguridad, se adentró en el edificio por el pabellón central. A esa hora, el recinto bullía de actividad, pues el que no se dirigía al comedor principal para engullir un refrigerio era porque lo había tomado ya y retornaba a su puesto de trabajo. 

        Michel tenía la costumbre de venir alimentado de casa. Aún así, se detuvo ante la máquina de café y extrajo dos expresos; uno para Molly, a quien sustituiría en unos minutos, y otro para él. Dentro del buen ambiente reinante entre el grupo de vigías, se había implantado el detalle de realizar los relevos ofreciendo siempre un tentempié.

        Con los humeantes vasitos de papel en sus manos, se encaminó hacia la Sala de Contemplación. Tal como se iba cruzando con sus compañeros los fue saludando con un sutil vaivén de cabeza, en completo silencio, hasta que depositó el café sobre la mesa de Molly y se volvió para observar la estancia. Esparcidos por la cámara circular, permanecían los técnicos, los científicos, los investigadores y todo tipo de aparejos, desde sofisticados sensores hasta computadoras de última generación, dispuestos a encontrar respuestas sobre La Baldosa Negra. Y sobre ella, la cúpula de cristal, que se alzaba prácticamente desde los bordes de la estancia y que otorgaba una panorámica inmejorable de un cielo azul primaveral.

        Michel miró su reloj, las 12:57 pm. Apuró su café con un último sorbo y se dirigió al centro de la sala. Se detuvo a escasos centímetros de aquella negrura que se adivinaba en el suelo y respiró hondo. Llevaba diez meses ocupando aquel lugar, siete días a la semana, seis horas al día, y aún sentía un profundo respeto por la anomalía FOC (Fenómeno de Oscuridad Completa). Extrajo la linterna de su bolsillo y la encendió. 

        A la una en punto del mediodía Michel dio un paso al frente y, nada más pisar La Baldosa Negra, desapareció ante la mirada de los presentes.

        En el interior se encontró con Molly, a quien alumbró directamente a la cara con el haz de luz de su linterna, mientras trataba de esquivar sensores repartidos por doquier.

         — Hola, Michel —saludó guiñando los ojos ante el deslumbramiento.
         — ¿Qué tal, Molly? ¿Alguna novedad?
         — Ninguna —contestó mientras se incorporaba de la butaca. Tras ceder su puesto se despidió con una broma recurrente— Que pases buenas noches.

        Y la butaca (apodada como El Trono por todos los integrantes del equipo) quedó ocupada por el vigía Michel Slide.

        Aunque nadie pudiera verlo, en realidad Michel continuaba allí, en la sala. Y de la misma forma que no podía ser visto desde el exterior, cualquiera que se mantuviera sobre la perpendicular de La Baldosa Negra tampoco dispondría de contacto visual con su entorno. Era cierto que no existía impedimento alguno para que las conversaciones se filtraran a un lado y a otro de la oscuridad pero, tras la última reunión, se había acordado mantener el mayor silencio posible en la estancia. Los vigías debían mantener un alto grado de concentración en todo momento y cayeron en la cuenta de que escuchar voces podía suponer una distracción.

        Michel se acomodó en el sillón, apagó la linterna, recostó la nuca en el reposa cabezas y, como había hecho todos los días durante diez meses, fijó su atención sobre la infinita oscuridad celeste.

        A doce mil millones de años luz de la Tierra, en la Base Eripsoidal de Glaksodia, sonó una alerta, casi al instante, destinada únicamente a informar sobre la presencia de Michel en El Trono. Sólo cuando tres de los quince glokis encargados de establecer contacto con otras civilizaciones verificaron que Michel era el homínido plantado en la butaca, se dieron las condiciones necesarias para proceder de inmediato con la operación PARCHE. A continuación, y siendo primero aprobada por el gloki supervisor, una voz sintetizada inició la cuenta atrás. 

         — Thrgg (tres)
         — Dhrgg (dos)
         — Uhrgg (uno)
         — ¡Phrugkla! (¡proyección!)

        Un momento. 

        Siento interrumpir la narración en este punto pero, para llegar a entender mejor lo que ocurrió después, quizá sea necesario hacer un breve repaso de lo que supuso para la humanidad el hallazgo de La Baldosa Negra. 

        Sí, pienso que puede ser de gran ayuda.

        Porque nada de esto habría sucedido si el granjero Elliot Fowley, de cincuenta y dos años de edad, no hubiera decidido salir a pasear, cierta mañana de Mayo, junto a su perra Darcy y los tres cachorros que había parido hacía un mes. No pretendía ser una caminata excesivamente larga, más bien un recorrido por los aledaños de su propiedad para que las crías se hicieran una idea de hasta dónde llegaban los límites que debían custodiar. Pero al que fuera bautizado con el nombre de Flash, quizá por sus continuos temblores en las patas traseras, una tendencia desmesurada a no estarse quieto nunca y un mechón blanco en forma de rayo que le nacía en el pecho, le dio un arrebato de locura transitoria y escapó correteando hacia una zona del monte baldía y aún sin explorar. Elliot Fowley, espoleado por los ladridos frenéticos de una madre que veía alejarse cada vez más a su retoño, corrió unas cincuenta yardas para tratar de recuperar al hijo descarriado. 

        Sin embargo, a escasas zancadas de atraparlo, experimentó una extraña sensación. Por unos instantes, y sin saber cómo, había perdido completamente la visión. Algo parecido a efectuar un largo parpadeo, sólo que no recordaba haber cerrados los ojos en ningún momento de su ajetreada carrera. 

        Una vez preso el perro, volvió tras sus pasos para investigar qué había provocado aquella repentina sensación de total oscuridad. Fue entonces cuando fueron hallados, en el suelo, los dos metros cuadrados de oscuridad que semanas más tarde pasarían a denominarse La Baldosa Negra. 

        Elliot Fowley no supo qué pensar ni mucho menos qué hacer, pues era un hombre sin demasiada iniciativa y con muy poca curiosidad. Así que dio aviso a las autoridades pertinentes y, rápidamente, pusieron la zona bajo cuarentena. Dos días después, con el caso ya en manos del FBI, la granja acordonada y el pueblo más cercano evacuado, tres fornidos Marines (no cabían más), armados hasta los dientes y forrados en trajes NBQ, desaparecieron durante unos minutos de la faz terrestre para abordar aquella oscuridad infinita y relatar su experiencia. 

        La primera toma de contacto les dejó atónitos, pues fue introducir un brazo sobre el área afectada y ver cómo, al instante, desaparecía ante sus narices. Al brazo le siguió una pierna, y así hasta desvanecerse por completo ante la alucinada mirada de sus compañeros. Una vez en el interior no tardaron en percatarse de que no era necesaria una protección tan exhaustiva. Bajo su escafandra no escucharon alarma alguna porque los análisis no desvelaron agentes químicos, biológicos o partículas radioactivas que les pusieran en peligro. Tampoco precisaron disparar sus armas porque allí no había nada. Por fortuna, fueron equipados con dos pequeñas linternas con las que pudieron iluminar el terreno. 

        Al parecer, todo permanecía igual: pisaban la misma tierra y respiraban el mismo aire que se pudiera pisar o respirar fuera. El escenario que se encontraron era, sencillamente, la prolongación del que se hallaba en torno a esos dos metros cuadrados aunque, desde su posición y sin la iluminación de sus linternas, eran incapaces de verlo. Fue al alzar la vista cuando descubrieron el motivo de tan espesa oscuridad. No existía una sola estrella que iluminara el firmamento. Ni tan siquiera el Sol que, de forma tan metódica, resplandecía cada día en aquel planeta. 

        Ante ese hecho inexplicable, una comisión de defensa nacional decidió que el ejército se hiciera cargo del asunto, dejando al General Collins como responsable ante cualquier decisión que se tomara.

        Elliot Fowley pensó que le había tocado la lotería cuando las autoridades le invitaron a abandonar su granja por una más que interesante suma de dinero. Jamás había sentido demasiado apego hacia ella y, por si fuera poco, hacía mucho tiempo que aquellas diez hectáreas de tierra cultivable no daban el beneficio esperado. Por mucho que las regara, las cosechas quedaban mustias. Y los pocos animales, cansados de vivir en un lugar tan desolado, caían en una profunda depresión, muriendo de hambre los más débiles o emigrando hacia otros campos los más jóvenes. La venta de sus tierras daría un vuelco a su vida. Era la oportunidad de tomar un nuevo camino, lejos del malvivir que había significado el duro trabajo de granjero. 

        Estos fueron, más o menos, los argumentos que expuso ante su padre, Richard Fowley, para intentar justificarse. Al anciano ya no le hizo mucha gracia recibir en la residencia, y sin motivo aparente, la repentina visita de su hijo, pero lo que acabó de agriarle el día fueron esas intenciones, largamente sospechadas, de deshacerse de la granja sin tan siquiera consultarle. Lo había tenido en mente desde que se retirara; sólo sería cuestión de tiempo que su hijo acabase malvendiendo aquellos terrenos heredados de tres generaciones.

        En El Reposo del Cowboy todos conocían la estirpe de los Fowley y, para el anciano, vender la granja significaba perder, entre otras cosas, parte de su identidad. Esa identidad que le era tan esquiva por culpa de la demencia, pero que todos, enfermeros y residentes, le recordaban al saludarlo por los pasillos. <<Buenos días, Sr. Fowley. Hoy hace un día estupendo, su hijo debe estar ahora mismo recogiendo mazorcas. ¿Nos regalará alguna para que podamos degustarlas?>>. Esa clase de frases eran las que daban algo de sentido a la errática existencia del anciano.

         — Y lo peor de todo es que, en cuanto te gastes el dinero, ya no te quedará nada —recriminó a su hijo, aprovechando un instante de lucidez— Nada de nada, ni tan siquiera un hogar al que acudir. Ni para ti, ni para tus hijos, ni para los hijos de tus hijos.

        Elliot salió de la residencia cabizbajo. Puede que su padre tuviera parte de razón cuando le soltara aquellas duras palabras. O puede que no. Elliot se tomó tan en serio las advertencias que comenzó a pensar en cómo sacar el mayor jugo de aquella venta. Una cosa estaba clara: ya no tenía ninguna propiedad en su poder. Pero, tras meditarlo largo rato, pudiera ser que aún le perteneciera algo.

        Sí, su historia.

        Así fue como Elliot conmocionó al planeta contando a todo el mundo el tremendo susto que se llevó al descubrir la anomalía FOC y La Baldosa Negra. Ganó mucho dinero vendiendo los derechos de su historia a productoras de Hollywood, ofreciendo su imagen a multitud de firmas comerciales y publicando libros que, algunos con más habilidad que otros, adornaban de emociones el extraño suceso. Ganó tanto dinero que, una vez calmados los ánimos, desapareció para siempre de las televisiones, radios y periódicos, y nunca más se supo de él. Ni de sus hijos. Ni de los hijos de sus hijos. 

        Pero, en contra de lo que muchos hubieran pensado, el gobierno norteamericano quedó encantado ante aquella enorme publicidad. Una multitud de países quiso involucrarse en el hallazgo. De modo que no hubo más remedio que constituir una comisión internacional, con sede en las Naciones Unidas, para sufragar, entre todos, los gastos de la nueva infraestructura y compartir los conocimientos que de allí se extrajeran.

        La granja acabó demolida, y de aquellos campos sembrados ya nada quedó. En su lugar se levantó el observatorio astronómico más grande del planeta. Un complejo de tres pisos de altura coronado con una cúpula central erguida sobre La Baldosa Negra. En torno a ella, siete edificios de dos plantas acogían a los más célebres científicos de todo el mundo dedicados a indagar sobre los misterios de su procedencia, sus características y su presumible utilidad. 

        Cuatro meses de investigaciones, experimentos y debates, sirvieron para llegar a una primera conclusión sobre su procedencia y a dos hipótesis enfocadas a su utilidad. 

        Lo que no admitía discusión era que se encontraban ante una manipulación externa de las Leyes Universales de la Física. Alguien, no se sabía quién, había colocado ahí La Baldosa Negra. 

        Las otras dos teorías, en cambio, oscilaban entre los que pensaban que se trataba de un agujero de gusano que facilitaba los viajes interestelares, y los que creían hallarse ante un lienzo en blanco, aunque en este caso fuera totalmente negro, del que surgiría alguna señal lanzada desde otros mundos. Pero mientras continuaban discutiendo la controversia, las dos vertientes optaron por intentar resolver el dilema colocando sobre La Baldosa Negra sensores de temperatura, de radiación, de rayos infrarrojos, de fotones y unas diez cámaras que enfocaran y grabaran, durante las veinticuatro horas del día, cada ángulo de su interior. Y así se hizo. Al menos durante dos meses.

        Porque aún surgiría una tercera vía de pensamiento. Un influjo poderoso en la toma de decisiones que acabaría siendo clave para el destino de Michael Slide. 

        Desde un país llamado El Vaticano, del que dicen ser tan pequeño como influyente, y estar dedicado por completo a gestionar el alma que la mayoría de humanos cree poseer, llegó un emisario, el cardenal Bertone, para dar un punto de vista religioso a tan extravagante fenómeno.

        Dedicó aproximadamente dos horas en observar desde su exterior La Baldosa Negra. Luego hizo una pausa para comer, echarse una siesta y regresar a las cuatro horas para inspeccionar, ya desde su interior, el fenómeno FOC. Esta vez no transcurrieron más de dos minutos hasta que reapareciera ante la vista de todos, con los ojos abiertos de par en par y visiblemente perturbado. Su siguiente reacción fue demandar una entrevista con quien estuviera al mando. Una vez acomodado en el despacho del General Collins, le comunicó que, ciertamente, estaban ante un hecho inexplicable, y que necesitaría quince días de rezos y meditación antes de formular un veredicto satisfactorio. Al general le pareció un intervalo de tiempo razonable, al fin y al cabo él sólo estaba allí para coordinar los procedimientos a seguir, así que le convocó para dos semanas después y le acompañó al aeropuerto.

        Al día siguiente, el cardenal Bertone se hallaba en una sala privada de El Vaticano, reunido con un representante del judaísmo, otro del islamismo y uno más del hinduísmo , además de su propia representación en nombre del cristianismo. Allí explicó a sus colegas lo que sus ojos vieron, y el relato no hizo sino que remover todos los estamentos religiosos. ¿Y si fuera cierto aquello de que se encontraban a un solo paso de contactar con civilizaciones asentadas en otros planetas? En tal caso, no saldrían bien paradas las santas escrituras de ninguna religión. ¿Acaso había alguna que hablara sobre seres de otros mundos que no fueran los divinos? Al parecer, no. Y si eran capaces de poner en entredicho ese principio básico, ¿cuanto tardarían en desmontar cualquier dogma? 

        No, no podían permitir que tal desastre sucediera. Por esa razón mandaron de vuelta al cardenal Bertone, delegando en él todas sus esperanzas y con una única misión: boicotear cualquier contacto, cualquier señal o cualquier conocimiento que derivase de La Baldosa Negra y que pudiera hacer tambalear la tradicional Fe. Esta reunión fue llamada El Concilio Divino, y se la reconoce como la única alianza forjada en la historia de la Tierra entre las religiones más importantes.

        Catorce días más tarde, ocupando ya Bertone un puesto entre los consultores del Observatorio United Country's, se ideó un nuevo plan de actuación. A los múltiples sensores y equipos de grabación que descansaban sobre La Baldosa Negra, se le uniría en todo momento la presencia de un ser humano. Según el religioso, si Dios había colocado aquella señal tan extraordinaria en la Tierra, y esa era una premisa que nadie podía descartar, sería por y para el hombre, y no estaba dispuesto a aceptar que unos meros chismes fueran los únicos receptores del mensaje enviado por El Creador. ¿Y si Dios quisiera transmitir su palabra sobre uno de sus siervos? Desde luego que con aquellos desalmados aparatos jamás podrían percibir un mensaje específicamente creado para un ser humano. No existía máquina en el mundo capaz de interpretar los designios de Dios.

        Los científicos aceptaron de buena gana la exigencia, pero al esgrimir, a su vez, que existían las mismas probabilidades de entablar una conversación con Dios que con otras civilizaciones, también demandaron que aquellas personas seleccionadas tuvieran estudios astrofísicos avanzados y fueran instruidos en un protocolo de bienvenida diseñado exclusivamente en lenguaje de signos.

        Todo este cúmulo de sugerencias, encargos y requisitos, habían situado a Michael, Molly, Steve y Scarlett en el punto más inusual del planeta a la espera de una señal o una visita. Los sensores se ocuparían de detectar cualquier anomalía sobre La Baldosa Negra, pero ellos serían los encargados de interpretar las intenciones de un dios o de recibir, con pacificadora mímica, a cualquier alienígena que por allí apareciera. 

        La opinión pública, al enterarse del nuevo proceder, no se cansó en señalar el evidente riesgo que corrían aquellas personas apostadas durante seis horas diarias en total oscuridad y expuestas, sin remedio, a la llegada de lo desconocido. Pero todos los asesores permanecieron intransigentes al asegurar que el trato humano era indispensable para el correcto devenir de la misión.

        Cuando Michael entró en el FOC para sustituir a Molly, a las 13:00h del mediodía, pudo ser consciente de la fragilidad que sentía ante aquella infinita oscuridad. Pero era un riesgo que conocía y asumía. Igual que lo hicieran Molly, Steve y Scarlett durante sus turnos.

        Lo que no sabía, lo que ni tan siquiera sospechaba, es que él sería la última persona en descansar sus posaderas sobre El Trono. Pero mejor retomemos el relato en el punto donde lo dejamos. Justo en el momento en que los quince glokis, encargados de establecer contacto con otras civilizaciones, pusieron en marcha la operación PARCHE.

        Michael permanecía recostado en el sofá, sin pestañear, con la vista alzada. Atento, como siempre, a lo que pudiera acontecer. De pronto, frente a él, un tenue destello que iba ganando en intensidad según pasaban los segundos, rasgó la inmensa oscuridad. <<Ya están aquí. Dios. Ellos. Las señales. Lo que sea>>, pensó Michael mientras detenía a tiempo un impulso, tan irracional como humano, de frotarse los ojos con fuerza para poder creer lo que estaba viendo.

        Infinidad de puntos a su alrededor comenzaron a centellear. Michael se irguió, emocionado. Un reguero de estrellas se extendió por la cúpula celeste a la misma velocidad que en su rostro afloraba el asombro. En unos instantes, el firmamento estuvo tan repleto de estrellas que daba la impresión de no quedar sitio para ninguna más. Ese fue el momento en que, de forma inconsciente, Michael comenzó a aplicar sus conocimientos de astronomía sobre el brillante cielo. Y esa imagen fija, observada con minucia por sus dilatadas pupilas, comenzó a resultarle extrañamente familiar. Lo primero que detectó fueron las dieciocho estrellas que, perfectamente alineadas, componían la Osa Mayor. A su derecha, Lince. A sus pies, Leo Minor. Y así hasta reconocer quince constelaciones idénticas a las que se podrían haber divisado sobre cualquier otro cielo situado en el hemisferio norte. Si no llegó a identificar más fue debido a que, sin previo aviso, el Sol prendió y se hizo de día, ocultando el tenue brillo estelar tras el denso azul turquesa de un cielo raso.

        Michael miró en derredor y quedó paralizado. Volvía a estar en la sala que había albergado La Baldosa Negra, sólo que a sus pies el suelo estaba iluminado y se encontraba a plena luz del día. La oscuridad, el fenómeno FOC, había desaparecido. De golpe, el habitual trajín que pasos envolvía la Sala de Contemplación se paralizó. El murmullo de voces dejó paso a un tenso silencio, quebrado sólo por el repiqueteo de las computadoras procesando la información que, ahora sí, llegaba en tropel a los sensores. Todos, informáticos y científicos, compartieron atónitos la misma cara de pasmado que con total seguridad se dibujaba en el semblante de Michel.

         — ¿Qué... qué ha pasado? —preguntó a los que a su vez lo miraban como si se les hubiera aparecido un fantasma— ¿Do... dónde ha ido la oscuridad?

        Nadie supo qué responder. 

        De forma inmediata se activó el protocolo de emergencias. Michel fue conducido a una habitación donde fue interrogado por los asesores, repasando una y otra vez los hechos acontecidos sin encontrar lógica alguna a la desaparición de La Baldosa Negra. 

        Tras cuatro horas de debate, y con la certeza absoluta de dar por finiquitado el fenómeno FOC, el cardenal Bertone se levantó de su silla y se despidió de todos los presentes con la manida frase lapidaria <<los caminos del Señor son inescrutables>>. Luego se dirigió a sus aposentos, recogió sus bártulos y esa misma noche sacó billete para un vuelo con destino a Roma.

        Bertone fue recibido en El Vaticano con todos los honores. Una comitiva le otorgó el título de Santo, aún sin haber fallecido, y fue agasajado con reverencias y vítores mientras daban buena cuenta de una fastuosa cena. 

        Todos se preguntaban qué táctica había seguido el cardenal para poner fin a aquella oscura amenaza de la Fe, pues, sin duda, había dado unos resultados excelentes. Ante la insistencia de su público, Bertone accedió, entre el segundo plato y el postre, a desvelar su estrategia. Contó que la inspiración le llegó leyendo los santos escritos; concretamente el pasaje en que Adan, hallándose en el paraíso con Eva, coge una manzana del árbol prohibido y la muerde. Siempre se había preguntado por qué el primer hombre de la historia había cometido semejante torpeza. Entonces recordó la cita que escuchó en la universidad, donde un profesor de filosofía repitió lo que dijera en una ocasión el gran matemático y filósofo del siglo XVII, Blaise Pascal: <<Todos los problemas de la humanidad proceden de la incapacidad del hombre para estarse quietecito en una habitación, sentado y tranquilo>>. 

        Así que no tuvo más que loar ante el resto de asesores los enormes beneficios que les reportaría situar a una persona dentro de La Baldosa Negra. Una vez dentro, y como se había demostrado, ya se encargaría ella sola de echar por tierra cualquier posibilidad de contacto con diferentes civilizaciones.

        Está claro que nosotros, desde nuestro remoto planeta, no tenemos forma alguna de saber que esa característica humana sea del todo cierta, pero de lo que no albergamos la menor duda es de que esa idea que confiere de ineptitud al ser humano está profundamente arraigada en la mente de todos ellos. Sólo así se explican los hechos que ocurrieron a continuación, porque, como dicen en la Tierra, <<alguien tiene que cargar con el muerto>>. Aunque este no exista.

        Tras el abandono de Bertone quedó un ambiente enrarecido entre los asesores del observatorio. La retirada del religioso daba a entender que todo aquello había sido una señal divina; que Dios castigaba a sus siervos por alguna clase de agravio y que, sin piedad, les privaba de su mensaje. Ningún científico podía pensar que hubieran ofendido a Dios y que por ello les retiraba su confianza. Sin embargo, si eliminaban a Dios de la ecuación y lo sustituían por unos alienígenas, los que realmente podían sentirse molestos por algo debían ser estos últimos. Así que todos se volcaron en averiguar qué era exactamente lo que Michel había cambiado sobre su forma de actuar durante aquellos fatídicos minutos. 

        El vigía fue interpelado una y otra vez, repasando durante días las grabaciones, tanto suyas como de sus compañeros, sin ser capaces de formular una hipótesis. Nadie entendía por qué se había esfumado La Baldosa Negra.

        Aunque dictaminaron no hacer pública su desaparición, un científico chino, obligado a diario a hacer llegar un informe de trabajo a su país, filtró la noticia. Ese fue el instante en el que la cordura dejó paso a la psicosis.

        El primer comunicado en forma de e-mail llegó de China. En él se instaba al gobierno de norte América a mandar de vuelta a oriente a sus doce científicos y a dar una explicación, acompañada de una disculpa, por haber extraviado La Baldosa Negra. Y, por supuesto, también debían devolver las asignaciones económicas que les habían hecho llegar. 

        A todo esto, China se puso en contacto con el embajador de Rusia (un aliado histórico) para recabar cualquier información que les hicieran llegar sus representantes desde el observatorio. Rusia, al no tener ni la más mínima idea de lo que estaban preguntando, se dispuso a hablar con el gobierno cubano. Y así se fueron alertando unos a otros de la noticia hasta estar todo el mundo enterado en apenas unas horas.

        Ante la crisis mundial, se convocó una asamblea extraordinaria en la sede de las Naciones Unidas donde, más que a aclarar sus dudas, se dedicaron a lanzarse acusaciones y a sacar a la palestra viejas rencillas de antaño. 

        Rusia recriminó a Norteamérica el haberse apropiado de La Baldosa Negra y exigió que confesara dónde la había escondido. China reprobó a Rusia su estratagema, acusándoles de haberse compinchado con Norteamérica para frenar su economía. Y así fueron surgiendo incriminaciones, quejas y denuncias que defendían los intereses de cada región. Quizá el reproche más insólito, y el que más repercusión mediática alcanzó, fuera el del presidente de Venezuela, quien no dudó en achacar esa precipitada huída alienígena a la antiestética figura de Michael, el vigía que estuvo presente cuando se esfumó el fenómeno. <<Si hubieran apostado por una de nuestras adorables Misses, en lugar de ese desaliñado esperpento humano, ninguna civilización hubiera dudado en visitarnos>>, se pudo escuchar en un lance de su discurso.

        Lo cierto es que, declaraciones estrambóticas a parte, la volatilización de La Baldosa Negra casi supuso una guerra mundial en el planeta.

        Michael perdió el trabajo como becario y su carrera se fue al traste. Circunstancia que entristeció a sus padres por no poder continuar alardeando de su hijo, alegró a su novia porque parecía que así le prestaría más atención y dejó preocupados a los quince Glokis que, a doce mil millones de años luz de distancia, permanecían encargados de establecer contacto con otras civilizaciones.

        En la Base Eripsoidal de Glaksodia, el gloki al que se le había encomendado la tarea de redactar un informe mensual sobre el progreso de las misiones, golpeó con uno de sus diez tentáculos la puerta que preservaba el despacho de su supervisor. Un sonido gutural que provenía del interior le dio autorización adecuada para pasar. El gloki flotó por la atmósfera hasta situarse junto al ovoide granítico que servía de escritorio a su superior, entregó el dossier diligentemente y se dispuso a abandonar la sala. Pero, justo antes de traspasar el marco divisorio, su mente fue violentada por una punzada de inquietud. Dio media vuelta a su escamoso cuerpo y, entre gorgoteos, relinches y gruñidos, mantuvieron una conversación que vino a significar algo muy parecido a lo que aquí transcribimos.

         — Jefe —dijo el gloki— ¿Cree usted que algún día conseguiremos entablar contacto con esos homínidos?

        El supervisor levantó del informe cinco de sus siete ojos para mirar, algo confuso, a su subordinado.

         — Pues claro —dijo con firmeza— Igual que lo logramos con el resto. ¿Por qué lo dice?
         — No, por nada —respondió con tono desanimado— Es que... no sé, los veo con la mente distraída... puede que un tanto dispersos. Piense que llevamos miles de siglos modificando las imágenes de su universo visible, punteando coordenadas con estrellas, moldeando figuras con nebulosas, lanzando fórmulas matemáticas con púlsares... Tienen todo lo necesario ahí, sobre sus cabezas. Incluso les mandamos, cada setenta y cinco vueltas a su sol, ese cometa tan brillante para provocarles alzar la vista al cielo, ¿lo recuerda?
         — Sí, lo recuerdo —asintió su jefe— Fue una gran idea.
         — Y justo ahora que se interesan por lo que hay más allá de su atmósfera, justo ahora que parecían ponerse de acuerdo para observar con detenimiento las estrellas y desentrañar así todos nuestros mensajes, van y colocan ese gran observatorio bajo la singularidad del único fallo de programación que cometimos; precisamente en el único punto de la Tierra donde toda señal se pierde...
         — Cierto, cierto —interrumpió su jefe— Pero ya fue restaurado. Y, para que no perdieran detalle, ante la atenta mirada de su mejor observador. A partir de ahora es imposible que no vean las señales, ¿verdad?
         — Sí, claro, quedó arreglado con la operación PARCHE... pero, aún así... —dijo mirando al suelo de forma pensativa. De pronto, levantó los siete ojos y los clavó en su superior— Contésteme a una cosa, ¿le pareció suficiente? ¿No cree que puedan requerir algo más de nosotros?

        El supervisor, levitando por el fluido que componía su éter, se aproximó con parsimonia a su colaborador. Estiró uno de sus tentáculos, rozó suavemente la cavidad del cerebro que albergaba su preocupación y, tras proferir una gárgara que para cualquier terrestre se asemejaría a un suspiro, añadió:

         — Paciencia, viejo amigo. Tan sólo paciencia.

        No sabemos si los humanos dejaron de lado disputas familiares, luchas de poder y conflictos centenarios para mirar donde debían mirar. Porque desde entonces, aquí en Luthor, nadie ha vuelto a saber nada de los habitantes de la Tierra. Pero sabemos que las leyendas poseen un proceso de expansión lento y sosegado, mucho más tranquilo que un meteorito cruzando el universo. Por eso no perdemos la esperanza de conocer, algún día, cómo los terrestres formaron parte de La Confederación Intergaláctica. 

        Quién sabe, incluso puede que algún día, con un poco de suerte, nos llegue a visitar un ser humano y podamos escuchar esa historia a través de su voz.

martes, 6 de octubre de 2015

Glock 745



Debería escribir con más regularidad. Y no hace falta que nadie me lo diga porque ya me lo digo yo solo. Lo que me pasa es que arrastro varios déficits. El primero sería el de no dedicarle el tiempo suficiente. Y además, el poco rato que me pongo, es de ínfima calidad. O sea, que suele ser delante de la tele y más distraído que concentrado. El segundo es que tengo la sensación de escribir muy despacio. Esto provoca que se me pasen más tonterías por la cabeza de las que mis manos alcanzan a escribir, con el consecuente apelotonamiento de ideas, claro. Y el tercero es que empiezo a querer sobrepasar mis límites y me da por escribir relatos cada vez más complejos y cuidados. Y eso que construir frases bonitas no es que se me dé demasiado bien. La mayoría de veces, cuando corrijo un relato, me invade una inmensa sensación de torpeza. Como si me enfundara unos guantes de boxeo y tratara de mimar a un bebé.

En fin, que ya me gustaría acabar los tres relatos de ciencia-ficción que tengo a medio escribir, y continuar publicando por aquí a un ritmo parecido al de hace unos meses. Prometo enseñarlos para que veáis lo malo que soy. Mientras estoy en ello, y para dar algo de vida al blog, os dejo una de esas ideas que te pones a redactar y no te llevan a ningún lado. Que sea leve.


GLOCK 745

Bill se encontraba solo en la oscura recepción de Mackintosh & Save. Se arremangó el brazo izquierdo de su ajustado traje negro y, asomando la mirada por los agujeros del pasamontañas, echó un vistazo a su reloj. Las dos y cuarto de la madrugada. Aún disponía de quince minutos antes de que hiciera acto de presencia la policía. Desdobló la manga con el cuidado de quien se ciñe una segunda piel y dirigió la vista al centro de la sala. Allí, bajo un foco de luz que magnificaba su presencia a todo aquel que la observara, permanecía la mítica Glock 745, la más inexpugnable caja fuerte creada hasta la fecha por el hombre.

Tanto era así que nadie se había molestado en instalar a su alrededor ni tan siquiera una alarma, un sensor o una vitrina que la protegiera. Con su sola estructura se bastaba. Sólo existía una forma de abrirla, y esta no era otra que poseyendo las claves que únicamente se hallaban almacenadas en su creador, Steve Mackintosh. El gran problema era que Steve había fallecido dos años atrás en un trágico incendio, llevándose a la urna, en forma de cenizas, los dieciocho dígitos guardados en su memoria, su peculiar timbre de voz declamando la palabra secreta y el iris de su ojo derecho. Sin esos atributos, la Glock 745 se mantendría cerrada para siempre. Y si permanecía cerrada nadie tendría acceso a los únicos planos que facilitaban crear más copias de ese fortín.

Como maquinaria inservible que había demostrado ser, quedó expuesta al público y apartada de las funciones para las que fue creada. Hacía dos años que aquel armatoste, capaz de soportar presiones y temperaturas imposibles de manejar por el ser humano, había dejado de ser útil para el ciudadano común. Ya no era más que una pieza de museo.

Pero Bill distaba mucho de ser una persona común.

Había sorteado vallas, puertas y ventanas; burlado cerrojos, sensores de movimiento, escáneres térmicos y claves encriptadas; dejado fuera de combate a perros adiestrados y guardias de seguridad. Todo para llegar donde estaba, donde llevaba tiempo queriendo estar. Ante aquella maravilla tecnológica que era el centro de sus deseos. Pero si Bill llegaba siempre donde se le antojaba, era gracias a que encontraba una solución a todas y cada una de las barreras con las que se topaba; ya fueran mecánicas o biológicas. Podía descifrar el interior de los seres vivos con la misma facilidad que se abría paso entre los elementos de un mecanismo. Y no me refiero solamente a las personas, también dominaba a las bestias. Para Bill no existían obstáculos ni secretos. Todo cuanto había tocado era susceptible de ser desentrañado.

Todo menos la Glock 745.

Se aproximó con pasos cortos y pausados; en parte por el gran respeto que le profesaba y en parte porque estaba acostumbrado a actuar con sigilo. Detuvo su avance ante su frontal y la observó con admiración. Extendió el brazo y acarició los dispositivos de apertura. <<Qué maravilla>>, pensó. De pronto, volvió a mirar el reloj con un veloz movimiento y se percató de que ya estaba perdiendo demasiado tiempo. Inspiró una bocanada de aire, soltó un largo suspiro y se puso manos a la obra.

Descargó la mochila que portaba a la espalda, deslizó la cremallera y extrajo un amasijo de aluminio que comenzó a desplegar de forma metódica. En quince movimientos dejó armada una delgada, a la par que robusta, carretilla. Colocó la lengüeta bajo la caja fuerte, asió los mangos y tiró con fuerza hacia él. Una vez la tuvo suspendida, empujó con brío y se dispuso a abandonar la sala por el recorrido que anteriormente había despejado.

Para cuando la policía llegó a las oficinas, Bill ya accedía a su hogar por la puerta que enlazaba el garaje con la vivienda. No sin un gran esfuerzo, logró depositar la Glock 745 en su dormitorio. Se desvistió, se metió en la cama y apagó la luz. Aquella noche durmió como un niño.

Despertó con fuerzas renovadas, como hacía décadas que no descansaba. Y había soñado, al fin. Se vio abriendo la Glock 745, introduciendo la cabeza en su interior y asomándose tras una puerta dimensional que le mostraba un paisaje futurista de calles iluminadas. Para ser la primera noche no había estado nada mal.

Cada anochecer acometía el mismo ritual: admiraba durante un rato el brillo metálico de la caja fuerte, se recostaba en la cama, apagaba la luz y se dejaba llevar por los misterios que albergara en su interior.

Jamás probó a abrirla. Entre otras cosas, porque sabía que le sería imposible; pero sobre todo porque no estaba dispuesto a romper su profunda incertidumbre. Ningún conocido o familiar de Steve Mackintosh sabía con exactitud qué había guardado allí. Aseguraban que los planos de la Glock 745, pero ¿sería cierto?, ¿habría colocado algo más? También podría haber alojado alguna joya de infinito valor o algo nimio y sin importancia. Lo cierto es que nadie podría nunca conocer el inventario de su interior. Y este hecho fascinaba a Bill.

En sus entrañas podría haber cualquier cosa. Desde una cura para el cáncer hasta un Donut mohoso. Para Bill, al contrario que le sucediera con el resto de elementos, era una caja de sorpresas infinitas. Un recipiente donde todo era posible. Justo lo que necesitaba para alimentar su imaginación. La mejor cura contra el insomnio. Un lienzo en blanco para que, noche tras noche, Morfeo desplegara todo su ingenio.