Hay días como hoy que, por alguna inexplicable combinación, me invade cierta melancolía y tengo ganas de escribir. Y es raro, porque normalmente me pongo a hilvanar palabras cuando estoy de buen humor. Así, no es de extrañar que lo primero que se me pase por la cabeza sea el último funeral al que asistí, el de la madre de mi amigo Manel. Y como mi extrema vagancia me impide desechar ese primer pensamiento para dar caza a un segundo, me centraré en lo que más me impactó de aquel día.
Ocurrió en la puerta del tanatorio, tras abandonar el sepelio, justo en ese incómodo momento en que los asistentes, si cabe aún más sensibles y aturdidos por culpa de la ceremonia, se ponen de acuerdo para montarse en los coches que les acercarán al cementerio. No sé si ocurre igual en todos los lugares, pero sí al menos en una gran ciudad como es Barcelona.
Yo no tenía intención de estar presente mientras daban sepultura a la fallecida. Pienso que es un momento muy íntimo, en el que solo deberían comparecer las personas más allegadas. Así que me dispuse a despedirme de los familiares y, uno a uno, fui dándoles el pésame.
Al llegar a una de las hermanas de mi amigo (y, por consecuencia, una de las hijas de la fallecida) rompió a llorar y, en un arranque de sinceridad, me confesó lo desamparada que se sentía al tener a sus padres fallecidos. Sin ellos, el núcleo familiar había dejado de existir. Era como si su familia se hubiera disuelto. Luego, al ver que su marido la observaba de forma peculiar, rectificó su discurso y se/lo intentó consolar asegurando que ya sólo le quedaba su esposo. Hubiera dado igual lo que hubiese dicho, porque juraría que ese hombre ni se inmutó. Además, gasta esa extraña mirada de no enterarse de nada, y a la vez sentirse ofendido, en todo momento. Y, conociéndolo como lo conozco, apostaría más por la primera sensación de cabeza hueca que por la segunda de enfado. Pero lo que me impactó no fue la cara de alelado de su marido, sino la desoladora indefensión, sumada a la sensación de abandono, que me transmitió esa mujer.
¿Cuándo deja uno de pertenecer a la familia de sus padres para formar una propia? ¿En qué momento emergemos de su ala protectora para enfrentarnos al mundo cara a cara? ¿Es necesario esperar a que mueran para convertirte en eje familiar? Son preguntas que me hago. Y seguro que cada cual tendrá una respuesta a su medida.
Por suerte, aún no he sufrido la muerte de ninguno de mis padres. Pero quizá tenga razón Paquita (así se llama la hermana de mi amigo). Quizá mi familia deje de existir cuando mis padres mueran.
Por supuesto que considero a mi mujer como de la familia, pero hay un lazo eterno entre mis padres y yo que nadie, ni tan siquiera ella, podrá obtener nunca. Porque con mi mujer cabe la posibilidad de que, algún día, acabe nuestra unión con un divorcio; aún sin quererlo ni desearlo. Pero de mis padres no podría desvincularme ni queriendo. Es una relación para siempre. Mientras estemos vivos, claro.
Esta deducción me ha llevado así, por casualidad, a dejar de pensar en el entierro y comenzar a valorar ese concepto de familia que mantengo para toda la vida con mis padres.
Empezaré aclarando que mis padres están felizmente divorciados desde que yo tenía doce años. No entiendo a los matrimonios que no se aguantan pero que continúan juntos por el bien de sus hijos. Es absurdo. Lo que quiere un hijo, lo que necesita, es ver felices a sus padres. A los dos. Y si no puede ser viviendo bajo el mismo techo, pues mejor cada uno por su lado. Supongo que para ellos no fue fácil romper con su matrimonio. Incluso hubo varios intentos de reconciliación, aunque ninguno fructificó. Hace veinticinco años, ser hijo en una familia desestructurada era sinónimo de ser un niño problemático, de estar emocionalmente perturbado. Para nada. Mucho más traumático es vivir con unos padres amargados que se hacen la vida imposible.
Así pues, desde hace más o menos un cuarto de siglo, el trato con mis padres en realidad son dos relaciones: la que mantengo con mi madre, con la que conviví hasta emanciparme, y la de mi padre. Además de sus respectivas parejas, claro. Porque esta circunstancia ha dado pie a la insólita situación de haber asistido a las dos nuevas bodas de mis padres. Pocas personas pueden decir esto. Una vez divorciados, mi madre se casó con otro hombre, mi padre con otra mujer, y yo fui invitado a las dos ceremonias siendo ya mayor de edad.
Pero quería hablar de relaciones, no de curiosidades. Así que, vayamos al lío.
Mi padre es mi padre, de eso no hay duda. El parecido físico lo delata. De lo que ya no estoy tan seguro es de que se involucrara, para hacer de mí lo que soy, con algo más que no fuesen sus propios genes. Ya he comentado que mis padres se separaron entrando yo en la pubertad, pero tampoco es que pasara mucho tiempo por casa durante los años anteriores. Si tuviera que valorar su labor como padre no sabría muy bien qué nota ponerle. Quizá dejaría su casilla en blanco, por incomparecencia. Hubo una época, durante mi adolescencia, en la que pareció interesarse por mí y trató de hacer actividades juntos para vernos más a menudo. No lo hizo porque pensara que necesitaba ayuda o apoyo paternal, sino porque intuía que ya podía hacer conmigo todas esas cosas con las que él disfrutaba: ir de pesca, apuntarnos juntos a un gimnasio, jugar a fútbol, salir de marcha... Eso estaba muy bien, pero yo hubiese preferido, además, compartir otras cosas. Que me hubiese enseñado a afeitarme cuando surgió bajo mi nariz aquel desaliñado felpudo. Que se interesara por mis aficiones aunque no coincidieran con las suyas. Que me advirtiera de que, por mucho que nos esforcemos, no hay quien entienda a las mujeres... Vamos, todas esas cosas que se esperan de un padre y he tenido que aprender solo. Pero no. En lugar de un padre tuve un colega. Y no por mucho tiempo.
Tampoco me voy a quejar. Seguro que hay personas que sufrieron una infancia terrible por culpa de su padre. Otras, en cambio, disfrutarían de uno genial. Ninguno de los dos es mi caso, porque, sencillamente, mi padre no se presentó a esa responsabilidad, a ese trabajo que consiste en hacer de padre.
Desde que nos casamos (cada uno con nuestras respectivas esposas, que no juntos) apenas hemos vuelto a vernos. Sólo coincidíamos en fechas señaladas (comidas navideñas, cumpleaños, etc...) pero desde que murió mi abuela (o sea, su madre), y acabó peleado con sus hermanos, creo que nos hemos visto una sola vez. O ninguna, porque no recuerdo dónde pudo ser. Pero nuestra relación es así. Nos vemos si nos encontramos y, en esas raras ocasiones, tampoco solemos hablar demasiado. Eso sí, nos echamos unas risas, porque el hombre tiene unas salidas la mar de ingeniosas. Se puede decir que nuestra relación es similar a encontrarse cada cinco años con el cachondo del barrio, hablar de fútbol, o de cualquier otro tema igual de banal, y acabar muerto de risa con las paridas que suelta. No hay más. Y, a estas alturas, tampoco se le espera.
Con mi madre es diferente. Ella siempre ha estado ahí, criándonos primero y más tarde ayudándonos como mejor supo. Dedicó gran parte de su juventud en preocuparse por nuestras necesidades (hablo en plural porque también tengo una hermana). Unas veces acertando más y otras menos, pero siempre buscándonos la mejor posición desde la que afrontar la vida.
Hubo un punto de inflexión en el grado de comunicación con mi madre. Siempre he podido hablar con ella de todo, pero cuando me fui de casa, aún viviendo a tan solo quinientos metros de distancia, dejamos de vernos a diario. Este hecho propició, de forma comprensible, que la relación se enfriara. Imagino que ver a tus hijos independizados ayuda a que el nivel de preocupación por tus retoños descienda considerablemente. Ya no hay que estar pendiente de que coman, se vistan o se duchen. Uno puede, de alguna forma, retomar su vida donde la dejó cuando cambió sus prioridades por cuidar a unos mocosos.
Hace más o menos un año, y por circunstancias de la vida, mi madre y su marido se fueron a vivir a Tenerife. No penséis que hemos perdido el contacto. De hecho, en febrero estuve una semana de vacaciones en su piso insular y nos llamamos al menos un par de veces al mes. Quizá más de lo que lo hacíamos cuando vivíamos uno al lado del otro. Aunque nunca hemos sido grandes aficionados a tertulias telefónicas. Pero cada vez que hablamos noto en sus palabras un suspiro de melancolía. Como si parte de su lejanía la considerara un pequeño exilio. De ser así sería totalmente auto impuesto, eso por descontado, pero no deja de aparecer por el auricular con una voz ligeramente rasgada. O igual son imaginaciones mías, vete tú a saber.
Como se puede comprobar, mi familia está bastante dispersada. Aunque esta circunstancia no afecta para nada a que continúe siendo mi familia para toda la vida. Ese sentimiento es innegociable. Y es curioso porque, volviendo a Paquita, la hermana de mi amigo, no dejo de pensar en lo unida que estaba a sus padres. Bueno, sé que su padre murió viviendo ella aún en su casa, pero cuando se emancipó lo hizo para trasladarse, con su marido, a un piso más arriba del de su madre y en la misma escalera. Cada día la veía. Si no era en su piso, era en el suyo. Y si no en el trabajo, pues es verdulera en el mercado que queda al lado de su casa, donde su madre solía ir a comprar.
Para ella, el contacto familiar era intenso, firme, constante. Como la relación que mantiene la yema con la clara en un huevo duro. En cambio, la mía está deslavazada, es poco frecuente y resulta esporádica. Como el contacto que mantiene la yema con la clara en unos huevos revueltos.
Bien mirado, las dos son recetas válidas para que una familia se relacione. Y estoy seguro de que, según cómo se cocinen, las dos pueden salir igual de buenas.
Vaya símil culinario más raro me ha salido. ¿Será que me ha entrado hambre?