Hay una pregunta que todos, algunos más veces que otros, nos hemos hecho durante esa etapa de observación y aprendizaje que es nuestra niñez: ¿cómo se saca provecho a la vida? Lógicamente, lo principal sería tratar de mantenerse vivo cuantos más años mejor. A partir de aquí, es indudable que se vive a través de las experiencias, y el dilema está en que existen tantas formas de afrontarlas como personas hay en el mundo.
Hoy, sacando a relucir esa ingenua ignorancia que me caracteriza, seré osado y, por simplificar, colocaré a todo el mundo en dos grandes grupos. Por un lado los que se esfuerzan en acumular el mayor número de vivencias; y por otro los que no se preocupan por la cantidad y se dedican a exprimir unas pocas. Puede que lo más coherente, como casi todo en esta vida, fuese alcanzar un grado de equilibrio entre las dos opciones. Pero igual que sabemos que los seres humanos somos capaces de tomar multitud de caminos, hemos de admitir que pocos de ellos tienen algo que ver con la coherencia. Por si os interesa, creo que yo soy más de centrarme en unas pocas vivencias que no de ir por el mundo queriendo hacer de todo. Más que nada porque no pienso que cualquier práctica me sirva.
Esta reflexión me viene dada por una entrevista que vi hace unos días en la televisión, donde un periodista pululaba por un pueblo del interior de Cataluña. Era esa clase de pueblos donde da la sensación que jamás fueron tocados por el progreso y que, a pesar de ello, desprenden sabiduría desde cualquier mínima grieta de su adoquinadas y retorcidas calles. El reportero en cuestión, asaltando a sus habitantes con un tono más grosero que gracioso, se topó con un abuelo al que quiso acribillarle a preguntas supuestamente existenciales. Viendo que se trataba de una persona muy mayor, se atrevió a soltarle que qué le quedaba por hacer en esta vida. El abuelo, con toda la tranquilidad del mundo, le dijo que precisamente había estado pensando sobre ello en estos últimos días, y que había llegado a la conclusión que le gustaría, antes de acabar su existencia, saber qué se siente al matar a alguien. Lo más sorprendente de esta declaración es que fue dicha, siempre que el abuelo dijera la verdad, tras haber sido profundamente meditada. Sin dejarse llevar por instintos animales ni sentimientos de odio o venganza que aboquen a la violencia.
Ni que decir tiene que al entrevistador se le esfumó de la cara esa sonrisa medio burlona que utilizaba para menospreciar al respetable, y lo primero que hizo fue asegurarse de que el abuelo no llevara en sus manos algún arma o cualquier otro utensilio con el que consumar su deseo. Por suerte para él, el episodio acabó en el mero chascarrillo. Pero no quedó del todo claro si fue víctima de una broma o si realmente hablaba en serio ese hombre.
¿De verdad que alguien sería capaz de liquidar a otra persona sólo por acumular esa experiencia? Si todos hiciéramos lo mismo acabaría por extinguirse la humanidad... ¿Pero vale tan poco una vida humana como para finiquitarla por curiosidad? Puede que así sea, porque tampoco es que les prestemos demasiada atención. El otro día, sin ir más lejos, me quedé atónito cuando escuché la noticia de que una avanzadilla del Estado Islámico había tomado una ciudad, poniendo en peligro unos importantes monumentos que son patrimonio de la humanidad. Y ni una triste mención sobre las personas que permanecían bajo el fuego cruzado de una guerra. No importaban. Tiene más valor una piedra puesta ahí hace siglos que la vida de un niño.
Quizá son esa la clase de mercenarios que juegan a la guerra. Gente que quiere saber qué se siente al matar a una persona y marchan a un escenario ideal para cumplir su deseo. Sí, puede que se planifiquen contiendas con ese único fin. O puede que no, no lo sé. Sólo trato de encontrarle coherencia a matar a una persona, cosa que, por mucho que me esfuerce, no logro encontrarla.