lunes, 24 de abril de 2017

¿Incomunicado? Ojalá...


Siempre me ha fascinado la comunicación. Eso de transmitir ideas que a uno le rondan por el cerebro, con el simple gesto de abrir la boca y emitir sonidos, es algo digno de admirar. O soltarle una orden a tu perro y que este cumpla exactamente con lo demandado es, probablemente, lo más parecido que hay a la magia. Pero ojo, que también sucede lo contrario cuando un gato maúlla con insistencia hasta ver cómo llenamos de pienso su comedero. Tenemos tanto de transmisores como de receptores, y actuamos según nos llegan o mandamos mensajes.

Aunque no siempre nos comunicamos a viva voz. En nuestro afán por hacernos entender, hemos creado también signos visuales que invaden cada rincón de nuestro entorno. Y no me refiero sólo a la escritura; esta parte de mi reflexión iba más encaminada a las señales de tráfico, diagramas y un largo etcétera. En definitiva, que estamos siendo bombardeados continuamente por un sinfín de información.

Por eso es tan difícil permanecer incomunicado. Y mucho más desde que existe internet y, sobre todo, los teléfonos móviles.

Creo haber comentado en alguna ocasión esa manía que me ha entrado últimamente de no ver la tele. Bueno, siendo más exactos, sólo la enciendo para ver películas, series y algún que otro partido de fútbol. ¡Ah!, y lo único que suena en mi radio es música. ¿Que qué consigo con esta actitud tan radical? Pues, así a vote pronto, la parte liberadora que da el vivir en la más absoluta ignorancia sobre lo que sucede en el resto del mundo. No sabéis lo placentero que resulta escuchar la conversación de varias personas exaltadas por una noticia indignante y de la que no tenéis ni idea.

Y no es que no me interese estar informado, pero, admitámoslo, hace ya unos cuantos años que los telediarios han dejado de lado todo rigor informativo para dedicarse en cuerpo y alma a entretener. De hecho, toda la tele no es más que mero entretenimiento. Con decir que los periodista a los que les doy mayor credibilidad son "los hombres (y mujeres) del tiempo", está todo dicho. Así que pocas veces veo esa clase de programas y muchas menos me los tomo en serio. Prefiero vivir en la paz y el sosiego de la desinformación.

Pero ahí están los móviles para socavar toda mi estrategia. ¡Malditos cacharros! Porque no hace falta encender la tele o escuchar la radio para saber a qué noticias estamos dando relevancia. Basta con tener instalado WhatsApp y pertenecer a un par de grupos con personas activas. Es así cómo me entero de que, por ejemplo, Iñaki Urdangarín y la infanta Elena han declarado en los juzgados. Ponen unos "memes" (por dios, que palabra tan fea. ¡Qué alguien se invente otra ya!) y yo sólo ato cabos. O, gracias a los fotomontajes, de que existe un autobús naranja con frases despreciables escritas en el lateral de su chasis. También visitan mi móvil chistes sobre robos y otros desmanes cada vez que encuentran otro caso de corrupción en la cúpula de algún partido político. Y esto, por desgracia, sucede muy a menudo. Sí, la mezquindad, cual miserable bacteria, aprovecha cualquier defensa baja de mi aislamiento para atacarme. ¿Existirá un antivirus para frenar los mensajes? El primero que invente esa aplicación ganará mi admiración infinita.

Por poner un ejemplo gráfico, así me enteré de que el Atlético de Madrid se cruzaba con el Real Madrid en las semifinales de la Champions.



Por favor, ¡basta ya! ¿Es que voy a tener que lanzar el móvil por la ventana para permanecer incomunicado? Conseguir evadirse, hoy en día, es toda una quimera. Y luego habrá gente por ahí diciendo que se siente sola...




domingo, 2 de abril de 2017

El arte de no amargarse la vida


Una vez escuché decir a un ávido lector (¿o quizá se lo leí?) que hay que leer de todo, incluso libros de autoayuda. Y supongo que remarcó eso último por la mala fama que tienen los de dicho género.

Personalmente, nunca me he sentido atraído por los libros de autoayuda. Primero, porque es incongruente que existan; su denominación no tiene ningún sentido. La definición de autoayuda dice: "Ayuda que una persona se presta a sí misma para superar una situación personal que le afecta psicológicamente". Pero si lo que hacemos es recurrir a un libro, no sé que diferencia puede haber con visitar a un psiquiatra. Para practicar la autoayuda deberíamos hablar con nosotros mismos y punto. Leyendo un libro, lo único que conseguimos es meter la voz de otra persona en nuestra cabeza, por lo que el ejercicio de ayudarse uno mismo queda del todo anulado.

Pero la segunda razón por la que no me interesan es que esa clase de libros tienen una pinta de aburridos que echan para atrás. Si no hallamos trama, ni personajes, ni ningún misterio que resolver, ¿cómo van a ser divertidos? Además, siempre sobrevuela el temor de dar con algún místico inescrutable soltando parrafadas con sentidos ocultos, pero tan ocultos que nadie entienda absolutamente nada. Vamos, como si estuvieras leyendo una Biblia escrita a mano por la indescifrable letra de un médico.

Pero cierto día viendo la tele, hará ya un par de años, me topé con una entrevista muy interesante que hacían a un psicólogo. Y resultó ser interesante, no porque me ayudara de algún modo a ser más feliz, sino porque el dogma que pregonaba se aproximaba sorprendentemente a mi forma de ver la vida. Yo, desde el día en que nací y sin saberlo, había estado poniendo en práctica aquel método que ese hombre explicaba con tanta devoción. Y ese hombre no era otro que Rafael Santandreu. Entonces lo busqué por internet y me di cuenta de que había publicado un par de libros (en estos momentos ya lleva tres). No tardé en preguntarme: ¿existe mejor autor para empezar a leer libros de autoayuda? Y como mi respuesta fue un NO rotundo, en cuanto pude me hice con "El arte de no amargarse la vida", que es el título de su primer libro.

Tampoco esperaba gran cosa. Siempre he creído en lo poco que tienen en común nuestra forma de hablar con nuestra forma de escribir. Tengo la rara impresión de que todo queda más formal cuando utilizamos las letras; aunque me había gustado mucho cómo se había expresado Rafael en la entrevista, no albergaba muchas esperanzas a la hora de abrir el libro. Por suerte me equivocaba. Fue abrir sus páginas y, acto seguido, quedé enganchado. Lo devoré en tres días.

¿Qué tiene ese libro, a parte de acercarse mucho a mi filosofía de vida? Pues, para empezar, un discurso más que asequible. Aquí no encontraremos frases complicadas ni conceptos exóticos. Todo es diáfano y nítido, con lo que logra que cualquier cosa se entienda a la perfección; nadie trata de colarnos tecnicismos ni utiliza supuestas frases bonitas para regalarnos lo oídos (¿o en este caso debería decir los ojos?).

Esta característica diáfana creo que es especialmente importante en un libro de autoayuda, ya que al lector le aporta la impresión de estar ante un discurso honesto, que no se esconde tras frases incomprensibles. Bien por el autor.

Pero, a medida que pasaba sus páginas, lo que realmente me gustó fue ver cómo cada capítulo estaba salpicado con un montón de anécdotas y no pocos minicuentos, algunos de una belleza irrefutable. ¿Por qué son tan importantes los cuentos en esta clase libros? Pues porque un cuento, paradójicamente, no nos cuenta una historia, la muestra. Y ese es el mejor camino para la comprensión: ver con nuestros propios ojos, a través de ejemplos sencillos, las consecuencias de un trastorno mental o la serenidad provocada por una mente sana.

Ni que decir tiene que recomiendo a todo tipo de personas este libro, pero no porque puedan experimentar un cambio radical en sus vidas (para eso es necesario sufrir trastornos mentales de algún tipo), sino porque es ameno, divertido y accesible. Y con esto queda demostrado, al menos para mí, algo muy importante: da igual el tema sobre el que trate un libro. Siempre, sin importar el género, podremos encontrar buenos libros. O películas. O series. O canciones.