Siempre me ha fascinado la comunicación. Eso de transmitir ideas que a uno le rondan por el cerebro, con el simple gesto de abrir la boca y emitir sonidos, es algo digno de admirar. O soltarle una orden a tu perro y que este cumpla exactamente con lo demandado es, probablemente, lo más parecido que hay a la magia. Pero ojo, que también sucede lo contrario cuando un gato maúlla con insistencia hasta ver cómo llenamos de pienso su comedero. Tenemos tanto de transmisores como de receptores, y actuamos según nos llegan o mandamos mensajes.
Aunque no siempre nos comunicamos a viva voz. En nuestro afán por hacernos entender, hemos creado también signos visuales que invaden cada rincón de nuestro entorno. Y no me refiero sólo a la escritura; esta parte de mi reflexión iba más encaminada a las señales de tráfico, diagramas y un largo etcétera. En definitiva, que estamos siendo bombardeados continuamente por un sinfín de información.
Por eso es tan difícil permanecer incomunicado. Y mucho más desde que existe internet y, sobre todo, los teléfonos móviles.
Creo haber comentado en alguna ocasión esa manía que me ha entrado últimamente de no ver la tele. Bueno, siendo más exactos, sólo la enciendo para ver películas, series y algún que otro partido de fútbol. ¡Ah!, y lo único que suena en mi radio es música. ¿Que qué consigo con esta actitud tan radical? Pues, así a vote pronto, la parte liberadora que da el vivir en la más absoluta ignorancia sobre lo que sucede en el resto del mundo. No sabéis lo placentero que resulta escuchar la conversación de varias personas exaltadas por una noticia indignante y de la que no tenéis ni idea.
Y no es que no me interese estar informado, pero, admitámoslo, hace ya unos cuantos años que los telediarios han dejado de lado todo rigor informativo para dedicarse en cuerpo y alma a entretener. De hecho, toda la tele no es más que mero entretenimiento. Con decir que los periodista a los que les doy mayor credibilidad son "los hombres (y mujeres) del tiempo", está todo dicho. Así que pocas veces veo esa clase de programas y muchas menos me los tomo en serio. Prefiero vivir en la paz y el sosiego de la desinformación.
Pero ahí están los móviles para socavar toda mi estrategia. ¡Malditos cacharros! Porque no hace falta encender la tele o escuchar la radio para saber a qué noticias estamos dando relevancia. Basta con tener instalado WhatsApp y pertenecer a un par de grupos con personas activas. Es así cómo me entero de que, por ejemplo, Iñaki Urdangarín y la infanta Elena han declarado en los juzgados. Ponen unos "memes" (por dios, que palabra tan fea. ¡Qué alguien se invente otra ya!) y yo sólo ato cabos. O, gracias a los fotomontajes, de que existe un autobús naranja con frases despreciables escritas en el lateral de su chasis. También visitan mi móvil chistes sobre robos y otros desmanes cada vez que encuentran otro caso de corrupción en la cúpula de algún partido político. Y esto, por desgracia, sucede muy a menudo. Sí, la mezquindad, cual miserable bacteria, aprovecha cualquier defensa baja de mi aislamiento para atacarme. ¿Existirá un antivirus para frenar los mensajes? El primero que invente esa aplicación ganará mi admiración infinita.
Por poner un ejemplo gráfico, así me enteré de que el Atlético de Madrid se cruzaba con el Real Madrid en las semifinales de la Champions.